Por Luisa García Pelatti

Siguen las comparaciones entre Grecia y el Caribe. El más reciente es el análisis de Sergio Marxuach, director de política pública del Centro para la Nueva Economía. Publicado en el blog de la CNE y titulado “Is Puerto Rico the Greece of the Caribbean?” , el análisis hace referencia a una similitud que los artículos más recientes no habían mencionado: Grecia y Puerto Rico forman parte de un mercado donde existe una moneda única, el dólar y el euro, lo que les impide devaluar su moneda para  impulsar una recuperación.

Sobre la devaluación del dólar y Puerto Rico, el economista Juan Lara escribió en julio del 2010 un artículo que reproducimos a continuación porque no ha perdido un ápice de actualidad.

La devaluación interna en la economía de Puerto Rico

Por Juan Lara

Si Puerto Rico tuviera una moneda propia, hace ya tiempo que hubiéramos tenido que devaluar el peso puertorriqueño como parte de la crisis económica que vivimos.  Pero, como todos sabemos, nuestra moneda es el dólar, ya que somos parte de la unión monetaria que integran los 50 estados de Estados Unidos.  La devaluación de la moneda, por lo tanto, es un instrumento de política económica que no está disponible para nosotros.

Aún así, es posible que un país que no puede devaluar su moneda se vea obligado a sobrellevar lo que llamamos una “devaluación interna”; es decir, una compresión de los ingresos, los salarios y las ganancias que se da en lugar del ajuste de la moneda para compensar los desequilibrios de la economía interna frente al resto del mundo.  Eso ha estado ocurriendo en Puerto Rico en los últimos cuatro años.

Comencemos por entender lo que es una devaluación.  Cuando una economía tiene problemas para cumplir con sus pagos a otros países—ya sea por la pérdida de competitividad de sus exportaciones, o por problemas con el repago de su deuda externa, o por un aumento súbito en el costo de sus importaciones—la moneda de dicha economía tiende a perder valor.  En los casos en que el valor de la  moneda está controlado por el gobierno, se puede efectuar una reducción oficial en su valor, y eso es lo que se llama una devaluación.  Otra posibilidad es que el gobierno permita que las fuerzas del mercado se encarguen de recortarle el valor a la moneda, en cuyo caso no le llamamos devaluación, sino depreciación, pero para todos los efectos es lo mismo.

La función de la devaluación (o depreciación) es provocar una reducción de los precios internos en el país frente a los precios del resto del mundo, lo cual tiende a mejorar la capacidad de pago del país ya que fortalece sus exportaciones y limita sus importaciones.  La devaluación funciona provocando una reducción de los costos de producción en el país cuya moneda pierde valor, incluyendo una reducción del salario real (o sea, el poder adquisitivo del salario), y también comprimiendo los ingresos y las ganancias del sector empresarial no exportador.  En otras palabras, el realineamiento de precios que ocasiona la devaluación no es un ajuste sin dolor; por el contrario, las devaluaciones suelen ser traumáticas para los trabajadores, y, quizás en menor medida, también para el sector empresarial.

Si un país que se encuentra en esta situación no puede recurrir a la devaluación de la moneda, entonces el ajuste necesario de precios, ingresos y costos tiene que ocurrir de alguna otra forma.  Típicamente, lo que veremos es una recesión severa con una fuerte contracción del empleo, el salario real y los ingresos de las empresas.  En pocas palabras, eso es lo que llamamos una “devaluación interna”.

Hace unos días recibí un artículo del Fondo Monetario Internacional, cortesía de un colega, el Dr. William Lockwood, que trata precisamente de este tema en relación con la crisis de las economías periféricas de la Unión Monetaria Europea.  Países como Grecia, España, Irlanda y Portugal se enfrentan a serias dudas sobre su capacidad de pagar los intereses y el principal de su deuda externa, algo parecido a lo que le ocurrió a los países de América Latina durante la “crisis de  la deuda” en los años ochenta del siglo pasado.  Si no fuera porque son miembros de la Unión Monetaria Europea y que están amarrados al euro, estos países deberían devaluar sus monedas para facilitar el ajuste inevitable que tienen que sobrellevar para superar la crisis.  Como esa opción ya no existe (ya no hay peseta, ni dracma, ni libra irlandesa…) lo que les queda es la vía de la “devaluación interna.”  De ahí que se enfrenten a una recesión severa y prolongada que sólo se podrá mitigar con la ayuda generosa del resto de la Comunidad Europea.

En Puerto Rico hemos tenido también un problema con la deuda pública, agravado por el déficit estructural del gobierno central y los problemas financieros de las corporaciones públicas.  Además, sufrimos desde hace años un aumento fuerte y sostenido en el costo de nuestras importaciones de productos energéticos, especialmente del petróleo y sus derivados.  Si hubiéramos tenido una moneda propia, hubiera habido que devaluarla (o permitir que se depreciara sustancialmente), pero, en su defecto, hemos tenido que sobrellevar una “devaluación interna”, y es un proceso que todavía no hemos asimilado en su totalidad.  Como parte del proceso, la recesión se ha llevado por el medio a la construcción y a la banca—por mencionar sólo a los dos sectores más lesionados—y ha entorpecido los esfuerzos de ajuste fiscal en el gobierno por el debilitamiento sostenido de los recaudos fiscales.

A ningún puertorriqueño le sorprenderá si decimos que este ajuste nos ha empobrecido.  Tristemente, así es que funciona una “devaluación interna”, empobreciendo a la mayor parte de la población.  Pero ese empobrecimiento, en buena medida, no es más que un reconocimiento de la realidad: la verdad es que no éramos tan ricos como pensábamos.  En la recuperación, después de la crisis, todos o casi todos arrancaremos de un nivel más bajo que el que habíamos alcanzando antes de la crisis, como cuando empiezan a crecer los árboles después de un huracán.  Si reconocemos este hecho, y lo enfrentamos con estrategias solidarias y concertadas, podemos facilitar la transición hacia una nueva realidad económica.  De lo contrario, podemos caer en lo que cayeron por décadas algunos de nuestros hermanos en el Cono Sur: una pelea por el bizcocho mermado que sólo conduce a la polarización política y el estancamiento económico.