Memorias breves del huracán María
Por Joel Cintrón Arbasetti | Centro de Periodismo Investigativo
Cuando vino el huracán María decidí hacer un diario pero no pude hacer notas todos los días como me había propuesto. Todas las noches escuchaba en una pequeña radio de batería la única emisora que podía sintonizar. Grabé horas de transmisiones con el celular. Aquí hay algunas notas que rescaté del diario, memorias y transcripciones de parte de las transmisiones de radio que grabé.
Martes 19 y miércoles 20
Antes de que cayera la noche fui caminando a casa de Luis para buscar un libro. Luis bajó de su edificio, que tenía techo de zinc a dos aguas, con varias bolsas de tela y una maleta negra con ruedas. Parecía que se iba de viaje, pero en realidad pasaría la noche en casa de unas amistades. No estaba seguro de que el techo bajo el que había dormido por más de diez años fuese a aguantar los vientos. En su maleta llevaba varios libros. Me dio el que me había recomendado, y antes de despedirse con un abrazo largo, como de aeropuerto, me aconsejó que no me quedara solo en mi casa.
De regreso con el libro en la mano vi niños jugando en la calle y en los balcones de Santurce. Felices, seguramente porque al otro día no habría clases, pero sin imaginar la ferocidad del monstruo que se acercaba circunvalando por las aguas del Atlántico.
No le hice caso a Luis y me quedé solo en casa a pasar la tormenta. Horas más tarde, en medio de la oscuridad, me arrepentí hasta las lágrimas. Mi apartamento es pequeño, de un cuarto, en una segunda planta. Es de cemento, pero las ráfagas lo hicieron temblar. Fue un momento de confusión, ¿tan fuerte es este huracán o es que se combinó con un terremoto?
Esa noche, la noche de la larga espera, estaba frente a la computadora viendo imágenes del terremoto que acababa de azotar a México y hablando con un amigo puertorriqueño que vive en el D.F., cuando de repente vino el primer bajón de energía. Primera llamada. La luz no se fue de golpe en mi apartamento. Se fue apagando lentamente, como los ojos de un animal que se está quedando dormido. Hasta que se redujo a un tono naranja opaco que más que alumbrar enceguecía. La apagué antes de que se fuera por completo. Cerré la computadora, puse el radio de baterías y prendí las primeras velas.
Ingenuamente, traté de romantizar el momento. Vivir el desastre como una experiencia estética. Tal vez porque aún no sabía la magnitud del desastre que venía. Pensé que no tener energía sería un descanso de la saturación de internet y de la fatiga ocular que dan las pantallas. Una oportunidad para leer a lo gótico, a la luz de una vela. Traté de proyectar el desastre como una utopía pre moderna o post tecnológica. Después de todo, pensaba para sentirme mejor, el alumbrado de las calles fue un invento de la policía francesa, un medio de represión y vigilancia, como dice el filósofo Paul Virilio. Por algo el Gobernador declaró el toque de queda: suspensión de la libertad de circulación de los cuerpos. Parecía que había un miedo latente, un instinto del poder, sobre la posibilidad de que se crearan estructuras alternas que sustituyeran a las del Gobierno colapsado. Habría que aprovechar la oportunidad. No era el momento de sufrir o de tener miedo, sino la hora de conspirar. Eso era lo que me decía a mí mismo para darme ánimo. No tardé mucho en darme cuenta de que en ese momento lo único importante era sobrevivir.
Había pensado que pasaría la noche leyendo. Por eso insistí tanto para que Luis me prestara aquel libro, lo encontraba mucho más idóneo para la ocasión que cualquiera de los míos. El libro se llama The World is Moving Around Me: A Memoir of the Haiti Earthquake, de Dany Laferrière. Pero en realidad no leí nada. Me la pasé como un guardia de seguridad desarmado y en tinieblas, aterrorizado, sentado en una silla de mimbre apuntando a la única puerta que da al exterior. En el centro tiene un cristal. Retumbaba como si desde el cielo llegaran intermitentemente hordas de bestias que intentaban entrar a la fuerza a mi sala. No sé por qué la vigilaba, si una vez se abriera no tendría nada qué hacer. Mi último refugio era, ya lo tenía previsto, meterme debajo del fregadero, donde hay unas puertas de gabinete para guardar cosas, y en donde quepo si me encojo como un feto entre la tubería y el piso. De madrugada, cuando era evidente que la puerta se iba a abrir, saqué todo lo que había encima de la mesa de plástico que uso como escritorio, la paré frente a la puerta y la pinché con el sofá. Eso evitó que se abriera. Pero toda el agua del mundo entró por las ventanas. Me divertí un rato viendo cómo los chorros que penetraban de forma completamente recta y con presión desintegraban poco a poco un mapamundi que tenía en la pared. Los pedazos de países de papel fueron cayendo al piso mojado, que se había convertido en un pequeño lago con burbujas. Los países flotaban para luego formar un archipiélago submarino a mis pies. La luz de la mañana empezó a colarse por entre las nubes, con un extraño brillo dorado que anunciaba el nuevo amanecer de lo que en adelante y por siempre se conocerá como la era “después de María”, la isla post María, el antes y el después, el parteaguas del desastre.
Antes que saliera el sol, se sentía como si un inmenso manto negro hubiese arropado a toda la isla. Y mientras pasaban las horas y se intensificaban los vientos, se hacía más y más evidente que lo que encontraríamos una vez levantado el manto sería una catástrofe total.
Lo que no me esperaba, iluso, era que el Gobierno se afanara en ocultarlo a toda costa, como demostró con su vergonzoso manejo de las muertes a causa del huracán. Hubo muertes en hospitales, en casas, en carreteras, en el campo, en la ciudad. Hubo fosas comunes. Y lo advirtió el mismo Héctor Pesquera, secretario del Departamento de Seguridad Pública, sobre el que cayó la responsabilidad mayor del manejo del desastre. Un ex agente del FBI y del Homeland Security en Florida que pasó la fase final de su carrera trabajando para el gobierno insular por un sueldo grotesco en un país en quiebra.
Lo dijo, con su tono siempre arrogante, en una infame conferencia de prensa horas antes del paso del huracán: “Van a morir”. Lo sorprendente no fue que murieran, sino que gran parte de las muertes se puedan adjudicar a su propia ineptitud y prepotencia. Como director del Departamento de Seguridad Pública, tenía bajo su mandato la coordinación de la Policía; al Cuerpo de Bomberos; el Negociado de Ciencias Forenses; el Sistema de Emergencia 9-1-1; Manejo de Emergencias y Administración de Desastres; el Cuerpo de Emergencias Médicas y el Negociado de Investigaciones Especiales. No fue de extrañar que sus primeras intervenciones radiales luego del huracán fuesen para enfatizar el toque de queda. Por una parte, el Gobierno llamaba a la cooperación para la recuperación; por otra, aislaban a la población, con su eterna vocación paternalista, a través de un toque de queda que fue variando de horas y extensión.
Llevamos en toque de queda desde el 2017. Y eso solo resalta que siempre hemos existido bajo un estado de excepción.
Cuando abrí la puerta luego del huracán, antes del mediodía, la calle lucía como si se hubiese dado un largo baño: había algo refrescante en el aire a pesar de los escombros. En la calle Las Palmas en Santurce, la gente estaba afuera, barriendo, recogiendo, picando ramas de los árboles despeinados. En la esquina, el colmado. Había una planta eléctrica y la gente entraba y salía buscando lo tan común que se había vuelto lujo: un interruptor con electricidad para cargar los celulares, para toparse luego con que no había señal en casi ningún lugar. También había bebidas frías y hasta café. Adentro, como 20 personas hablaban alto todas a la vez y a esa hora, y con ley seca, algunas tenían latas de cerveza entre las manos. Había leyes, órdenes ejecutivas, pero no había tribunales y la policía estaba ausente o de brazos caídos porque no les habían pagado las horas extras. Por lo tanto, no había Estado. Por las esquinas, entre los escombros y en la oscuridad, reinaba una feliz anarquía. En esa esquina de Santurce, el ambiente era de fiesta después de la tormenta.
Fui a chequear el edificio de Luis. No esperaba encontrármelo, pero allí estaba. Se asomó por la ventana y al verme en la calle gritó: “Lo perdí todo”. Su presentimiento se había concretado, el techo no aguantó y la parte que voló fue precisamente la que estaba sobre su cama. Subí y le ayudé a meter cosas mojadas y estropeadas en bolsas de plástico que luego dejamos en la acera. Luis estaba mojado y triste, pero tranquilo. Fuimos al colmado de la esquina a comprar Clorox. “Aunque sea por razones catastróficas, nadie pierda la oportunidad de ser libre aunque sea por un momento”, dijo Luis al ver el ambiente de fiesta en el colmado, parado frente al mostrador, antes de pagar con pesos mojados.
Luis se iría de Santurce. De otra calle cercana, se fueron posteriormente otros dos de mis mejores vecinos, Gianca y Sarah, por caseros irresponsables que no quisieron reparar sus viviendas luego del huracán. Y aunque toda la atención se centraba en el macro de la gente que se fue de la isla, también hubo desplazamientos internos, microscópicos, que cambiaron el paisaje humano para siempre.
Acompañé a Luis de regreso a su casa y cuando llegaron otras amistades a ayudarle, me fui a explorar la ciudad.
Andaba con mi cámara, tomé algunas fotos. Pero no hice muchas notas sobre el recorrido. Lo que veía me sobrepasaba y no encontraba la forma ni el lugar de sentarme y escribir; describir aquello me parecía algo banal. Tal vez porque la destrucción, aunque se manifiesta de miles de formas distintas, grandes y diminutas, termina siendo, al fin y al cabo, la misma cosa triste y aburrida. Sobre todo, abrumadora. No hubiese tenido sentido hacer un inventario de todos los árboles, postes y escombros. Había gente en la calle, que pronto salió a retomar el espacio público. Llegué hasta la altura de la calle San Jorge esquivando escombros, volví a la Fernández Juncos, siempre más desolada, gris, sucia y deprimente que la Ponce de León. Por allí los deambulantes deambulaban como siempre. Pero esta es una ciudad nueva, la que nació de los vientos de María, la ciudad des-electrificada, desconectada, off the grid, de la red y de todo el escudo infraestructural del sistema. Regresé a mi calle tomando un puente peatonal que cruza por encima de la autopista. Desde allí se ve el letrero de Ciudadela. Ahora le faltan letras, y en vez de un edificio lujoso, parece, desde esta distancia, un edificio abandonado. Así se ve más acorde con la estética de Santurce.
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En la Barriada Figueroa algunas casas de madera resistieron. Se veía la arbitrariedad de los vientos: una casa de madera venida completamente abajo, al lado de otra que a pesar de su visible fragilidad seguía en pie. Lo único homogéneo allí es la pobreza. Las casas que no volaron, se inundaron.
“Toda el agua que se acumula en la Ponce de León hasta la altura de la Parada 20, pasando por la Fernández Juncos y doblando por la Hipódromo, pasa por aquí subterráneamente, hasta llegar al desagüe que está al otro lado del expreso. Por eso la calle que conecta hasta el desagüe, así como la comunidad que la rodea, se conoce como La Colectora”, me explicó Heriberto, señalando la calle inundada, cerca de su casa de madera en una segunda planta que quedó totalmente destruida.
Una anciana delgada y recia que pasaba por la calle, se quejó de que nadie, ni del Gobierno ni del Municipio, pasó por allí antes del huracán a destapar las alcantarillas, que aún seguían escupiendo agua a borbotones. Heriberto, a quien conocí esa misma mañana en La Colectora, me guió por las calles estrechas y laberínticas de esta comunidad que está atrincherada al borde del expreso Luis Muñoz Rivera. De voz ronca, con alrededor de 50 años, Heriberto me fue presentado a vecinos que me invitaban a entrar a sus casas para que viera como quedaron luego del huracán. Yo andaba con una cámara colgando en el cuello, y la esperanza de algunos era que documentara la destrucción para tener evidencia y así poder solicitar ayuda a FEMA.
“Esto fue algo que no se vio pero se escuchó, fue como si estuviese pasando un tren por ese pasillo”, dijo desde su balcón un señor sin camisa que pasó el huracán allí, solo, en su casa de madera que por suerte resistió. Debía tener como 80 años.
Cuando entré a La Colectora, antes de conocer a Heriberto, un hombre lamentaba la muerte de seis de sus pollos, pero estaba feliz de que el árbol que amarró antes de irse a un refugio todavía estaba allí. Más adelante, dos empresarios de una fábrica cercana velaban la entrada de su negocio porque el huracán había tumbado el portón de acero que lo separa del barrio. Estaban allí para velar su propiedad, con miedo, mientras los vecinos recogían escombros y removían de la calle cables del tendido eléctrico, sin guantes. Al verme pasar, uno de los empresarios me dijo que tuviera cuidado, señalando con sus labios la cámara que llevaba al cuello. Mientras, un hombre en bicicleta, residente del lugar, lo miró con desdén y me invitó a entrar.
Ese miedo por el estatus de la propiedad privada en medio de un desastre se propagó por la Isla y culminó con la contratación de empresas de seguridad privada armada, local y de Estados Unidos, a través de una orden ejecutiva que les permitió operar aquí con armas largas.
***
Pasé las noches escuchando la radio. La única emisora que tenía señal en San Juan. Muchas veces la escuchaba molesto, por el tono paternalista de algunos locutores y por las constantes alusiones religiosas. Y por supuesto, por las intervenciones de algunos funcionarios del Gobierno.
Pero de vez en cuando, entraban llamadas sorprendentes, cuando no desgarradoras.
Buenas noches.
Locutor: Buenas noches. Está en el aire, ¿quién me habla?
Sí, soy María Torres de Guaynabo. Sé que mi pregunta no está relacionada, verdad, con los temas a discusión, pero algo que me preocupa, ¿cómo se está monitoreando tantas personas que están con grillete ahora mismo en la comunidad?
Locutor: Las personas con grillete, ella nos pregunta por las personas con grillete. El Departamento de Corrección…
Porque al no haber luz, al no haber teléfono, ¿cómo se monitorean?
Locutor: Eso es un punto muy importante y si el DCR [Departamento de Corrección] está escuchando, es una pregunta muy legítima sobre todo para personas que pueden ser víctimas de algún malhechor…
Porque ustedes han visto que ha habido mucho saqueo, muchos robos, mucho asalto, o sea, la delincuencia se ha disparado y a saber cuántas de esas personas verdad, este porque, tengo entendido que el teléfono y la electricidad son base para monitorear ese tipo de, verdad. Mis ventanas son Miami pero se abrían, se abrían y como yo vivo sola, este… y hace poco sufrí un derrame cerebral… Pero gracias a Dios pues estoy bien. A mis 65 años nunca había vivido una experiencia así. Muy fuerte, muy fuerte. Llevo días escuchándolos y me preocupa, me preocupa verdad, este, que la situación se ponga peor, tanto en la parte criminal y por eso hice la pregunta.
Viernes 22
Por la mañana hacía calor. Se escuchaban pájaros, gallos y helicópteros. En la noche, en medio del toque de queda, un niño le enseñó a otro un juego nuevo: “Yo te digo veo veo, y tú me dices qué ves”. Escuché sus voces a través de la ventana de mi sala y me quedé con las ganas de saber qué veía un niño en medio de esa oscuridad aplastante.
Un poco más lejos, un coro de niñas contaba en voz alta: “uno, doos, treees, cuatroooo…”. ¿Qué cuentan? De otro lado volaban carcajadas. Y en la autopista las explosiones de motor se confundían con disparos. La cantidad de ruidos que contiene el silencio. Cuando un carro transitaba por la calle de enfrente, los niños y niñas gritaban en ovación. En respuesta, los conductores tocaban la bocina. Celebraban así, niños y adultos, el quiebre del toque de queda.
Sábado 23
Daba lo mismo que fuera sábado o domingo o martes. Por la mañana boté el sofá que aguantó la puerta contra los vientos. 30 años de servicio, a dos familias distintas y a cientos de extraños que a veces terminaron siendo amistades luego de una noche larga. Su final fue digno e insospechado. Digno, porque cumplió la función final y máxima de un objeto de consumo cotidiano: la de fungir de barricada.
Al mediodía por fin recibí noticias de Naranjito, mi pueblo de origen. Mi mejor amigo había perdido su casa. Pero todavía no sabía nada de mi hermano y mi papá.
Es la señora Rodríguez, de Toa Baja, es que no sé nada de Quebradillas, quiero saber si alguien puede ir ahora a saber cómo está la situación en Quebradillas porque tengo a mi familia y no tengo comunicación con ellos.
Domingo 24
Por la mañana terminé comiendo en Bistro de París, restaurante francés de la avenida De Diego. Es un sitio caro pero era lo único que estaba abierto cerca. Nunca había entrado y me di cuenta que allí trabaja una vecina, una mujer de algunos 60 y pico que siempre me saluda cuando me ve en la calle. Casi todos los días la veo ir y venir del trabajo, blusa blanca pantalón negro, con esa postura recta y elegante de mesera de muchos años. En el Bistro nos vimos por primera vez después de la tormenta y nos hicimos las preguntas de rigor de esos días: estás bien, qué bien, qué bueno que estamos vivos y tenemos trabajo. Pedí un café y un croissant, lo más barato en el menú. El dueño del restaurante, francés, no recuerdo el nombre, estaba allí detrás de un mostrador diciendo que si venía otro huracán se largaba. Llevaba 15 años en Puerto Rico. A cinco días del huracán, el francés, mirando un pequeño televisor de pared mientras secaba unos vasos de cristal con un paño blanco, me informó sin que le preguntara que María seguía viva, con vientos de 110 millas por hora y cerca de Florida. Cabrona.
En la tarde fui al Viejo San Juan. En la Plaza de la Barandilla había un grupo de como 60 personas sentadas por las escalinatas, casi todas viejosanjuaneras. En una esquina de la plaza se había formado un combo de percusión y guitarra que poco a poco se fue agrandando hasta tener tambor, saxofón, trompeta, conga, bongó. Una de las guitarras la tocaba Omar Silva de la banda Cultura Profética, y de la nada apareció el cantante Jerry Medina con su trompeta y comenzó a improvisar décimas. El sociólogo Chuco Quintero tocaba una maraquita al son de una sonrisa impecable, un niño sonaba la clave con un cencerro, una bandeja pasaba de mano en mano con pedacitos de coco. En la acera, frente al restaurante La Mallorca, un camión recogía escombros con un brazo mecánico. La noche fue cayendo anunciando el toque de queda. Todavía había ley seca y antes de irme comí en un restaurante oscurito, me tomé una cerveza y pedí otra para llevar.
Cuando llegué a mi apartamento, el vecino de abajo me dijo que tenía algo para mí. Era una nota escrita a mano que decía:
Hola Joel,
Laura y yo estamos convocando los trabajos del CPI. Si puedes llega mañana lunes a las 8am al Telégrafo. Estaremos adentro de la oficina. Pregunta por Karen o Angel para que te dejen entrar. El Telégrafo es donde la gente se está conectando a internet, al lado del asilo de la Ponce de León
ATT,
Eliván.
Buenas noches, habla Ramón de Bayamón, estaba llamando para decir que la destrucción en Bayamón fue bien fuerte, todos los postes caídos, en el área de Santa Juanita y no se ha visto… Esto está más oscuro, como boca de lobo.
Locutor: Estamos esperando al doctor Neftalí García, quien hizo con su hijo un recorrido por toda el área este. Neftalí pues es un destacado científico ambiental y creo que su aportación hoy, esa visión de él, esa mirada de él sobre el impacto del huracán en el área este creo que va a ser de mucho valor. Porque el doctor García durante años ha venido advirtiendo sobre desarrollos inadecuados que se han realizado en el país y ha advertido en muchas instancias, de las atrocidades ambientales que se han cometido en muchas partes en Puerto Rico. Y entonces conversando con el doctor García pues vamos a tener una idea por lo menos de un científico especializado que nos va a decir lo que él ha visto en el área este y el impacto de este huracán.
Son las 10:39 minutos de la noche. Estamos en Estado de Emergencia, estamos en toque de queda, hay una situación muy seria todavía pasando, así que el llamado es a tener buen juicio, a entender que estamos todavía pasando por una emergencia.
Lunes 25
Antes de ir al Telégrafo fui al Café Rubén en la Ponce de León. Al rato llegó como siempre Hjalmar Flax, el viejo poeta, buscando dónde conectar su celular. Se sentó al lado mío, donde también había una señora que se quejó de que su avena sabía a Lestoil. “Déjeme ver”, le dijo Flax. Ella le acercó el vasito blanco de foam y él olió. “Huele a pasa y canela, tal vez es que usted está enferma y eso le cambia el sabor a las cosas”, le explicó el poeta. La señora lo miró frunciendo el ceño, metió la cuchara en el vasito y se dio un bocado con los ojos cerrados.
Flax me contó que ha publicado 12 libros, todos de poesía. ¿Alguna otra cosa escrita que no sean poemas?, le pregunté. “Ensayos sobre poesía”, me contestó. En esos días, Flax andaba subiendo 15 pisos a puro pulmón. Por eso se pasaba en Café Rubén todo el día, de 9am a 4pm. Aunque a decir verdad, siempre está allí. Con la misma boina y en la misma mesa. Esa mesa, al parecer su mesa, estaba ocupada cuando llegué. Pero tan pronto se vació me dijo “vente, vámonos a mi mesa, allí tengo jurisdicción”. Después del café me despedí, tenía que ir al Telégrafo. Nunca había leído un poema de Hjalmar Flax. Pero una tarde busqué uno:
Hobby
Colecciono
pequeños desencantos.
Por ejemplo,
llamadas telefónicas.
El Telégrafo es un edificio de estilo Art Deco que en los años ’40 albergó a la Autoridad de Comunicaciones y a la WIPR, la estación de radio del Gobierno. Allí nos dejaron usar un salón que está detrás de una sala de cine que nunca había visto. En ese salón, sentados en el piso, tuvimos la primera reunión editorial del Centro de Periodismo Investigativo después del huracán María. La reunión fue breve, ya todo el mundo tenía una idea de qué investigar. Laurita, la legalidad del toque de queda y qué estaba pasando con los confinados, Omaya, las morgues y los muertos, Eliván el área centro de la isla y yo la falla del sistema de comunicación del Negociado para el Manejo de Emergencias y Administración de Desastres. De allí nos movimos Laurita, Omaya y yo, al Centro de Convenciones, que el Gobierno había transformado en el Centro de Operaciones de Emergencias (COE).
El Centro de Convenciones, que había sido la sede de encuentros para promover la Isla como destino de inversión en actividades donde se proyecta a Puerto Rico como un paraíso fiscal, ahora está lleno de militares y jefes de agencia que se pasean en jackets impermeables como si fueran empleados de FEMA. También estaba la “prensa internacional” tratando de conjugar esta historia escabrosa de huracán, crisis fiscal, crisis económica, quiebra experimental, Junta de Control Fiscal y resistencias dispersas.
Al regresar a casa esa noche, el puesto de gasolina de la calle estaba ocupado por la Policía Municipal de San Juan. Colocaron un generador de electricidad industrial. Cerraron el paso vehicular con vallas y se apostaron allí con armas largas. Por las noches prendían un foco grande que iluminaba toda la calle. Parecía una frontera de una ciudad sitiada.
Los policías con armas largas no hacían más que mirar el celular. Una señora que iba saliendo de la gasolinera una tarde me detuvo mientras iba caminando hacia mi casa. Parecía que le pasaba algo, pero solo quería decirme, “mira estos pendejos, con esas armas largas y pegao’s al celular. Son un peligro. Ya mismo viene cualquiera y se las quita”.
Por allí seguía rondando como siempre Héctor, El Cojo, a quien tardé varios días en ver después del huracán. Me contó que pasó la tormenta en la sala de emergencias del Hospital Pavía. No porque estuviese enfermo, sino porque ese era su único refugio. El día del huracán se quedó dormido en donde siempre, detrás de la parada de guaguas debajo del elevado de la autopista. Cuando despertó, ya tenía los vientos encima. Con las ráfagas en todo su apogeo, intentó caminar hacia la sala de emergencias del hospital, bastante cerca de la parada de guaguas en donde dormía. Pero con el huracán encima la corta travesía se transformó en toda una odisea. El Cojo se tuvo que agarrar de una verja y andar poco a poco, como si estuviese escalando una montaña. En el trayecto vio un semáforo y letreros de tránsito volar, estaba seguro de que si se soltaba él también podía terminar arrastrado por los vientos. El Cojo es menudo, flaco, con cara y flow juvenil, pero debe tener más de 60 años. El Cojo, además, es cojo, camina con dificultad, con una pierna arqueada. En la entrada de la sala de emergencia lo esperaban unas enfermeras con una silla de ruedas, pero no podían salir a socorrerlo. Luego de una lucha que El Cojo recuerda de unos 30 minutos, por fin, llegó a un techo seguro, empapado.
“Me dio un miedo que tú no te imaginas”, me dijo un día que iba en camino a La Colectora.
Sí, buenas noches, te habla el señor Segarra aquí en Miramar. Es que yo tengo un caso de obesidad mórbida y necesito la… la máquina tiene un tanque de oxigeno, porque estoy… tengo miedo de asfixiarme aquí. Yo tenía unas baterías aquí de backup que me duraban diez horas y después no… dejaron de funcionar. Y llamé al 911 para que me ayudaran y entonces me dijeron que iban a traer una ambulancia y llevo cuatro horas esperando la ambulancia. Aunque yo sé que las vías no están transitables pero tengo una emergencia bien grande, si se puede alguien que me traiga un tanque de oxígeno o algo para poder pasar… Gracias que el vecino me prestó seis baterías D para el abanico para por lo menos respirar algo… En el Condominio Caribbean Towers el apartamento XXX. Baterías D y un tanque de oxígeno si me lo pueden facilitar porque… Eh, tengo miedo de morirme aquí axfisiao. Mi número es xxx-xxx-xxxx. Esto es una cosa de vida o muerte, José J. Zegarra Suarez, Zegarra con Z. Muchas gracias porque de verdad que tengo miedo de hoy… Yo no quiero, pero esto está feo, estoy bien asfixiao.
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A solo pasos de la estación de gasolina que la Policía Municipal de San Juan convirtió en algo que parecía un cuartel militar, El Local, bar punk y espacio alternativo de música y arte, se transformó en algo así como un centro comunal de acopio de artículos para compartir. Había una cocina en donde voluntarios tomaban turnos para preparar alimentos desde por la mañana. Le llamaron “La cocina huracanada comunitaria”. Cualquiera podía entrar y comer, tomar, charlar, escuchar jameos acústicos por músicos de las mejores bandas del underground hasta que llegara la oscuridad y el toque de queda. A veces, con El Local ya cerrado, nos quedábamos afuera hablando como sombras, estirando la noche para llegar a la cama solo cuando pudiéramos caer muertos del sueño. Así los mosquitos no molestaban tanto.
Habla Rafael Muñoz, ex director estatal de Homeland Security en Puerto Rico. Bajo mi incumbencia como director de Homeland Security con el gobernador Luis Fortuño, en Puerto Rico se estableció a insistencia federal y del Departamento de Seguridad Nacional, el programa de interoperabilidad de comunicaciones. Eso surge luego del 9/11 en Nueva York, cuando la policía no se podía comunicar con los bomberos ni con emergencias médicas. Fue una iniciativa federal a nivel de toda la nación donde cogieron y se establecieron unos grants, unos fondos, para que todas las jurisdicciones que por ejemplo aquí en Puerto Rico, Policía de Bayamón, se pudiera comunicar con Emergencias Médicas de Guaynabo.
Y para eso se invirtieron en Puerto Rico sobre $60 millones de dólares para que hubiera comunicación… una redundancia en las comunicaciones para precisamente evitar que sucediera lo que sucedió. En Puerto Rico nos hemos dado cuenta de aquí se colapsó el sistema de comunicación del Gobierno, de las agencias de seguridad, y a eso se había invertido una cantidad millonaria. Estamos hablando de que esto fue una iniciativa del gobernador Luis Fortuño ya para el 2009, al igual que también se establecieron los fondos para los municipios para ser tsunami ready. Hemos visto que han habido fallas en los sistemas…
Locutor: Muñoz, tenemos que interrumpirle porque tenemos en línea al señor Neftalí.
Doctor Neftalí García: En primer lugar, quienes han estado abriendo las carreteras, terciarias, secundarias, y algunas primarias, han sido los vecinos. Por lo menos en Trujillo Alto y en otros municipios. Así que por lo menos la gente se está moviendo. Nosotros estuvimos ayudando en unas carreteras terciarias a abrir camino para que una gente no estuviera aislada. En segundo lugar, el flujo en la zona metropolitana, por lo menos a través de un carril, lo vimos bastante limpio y apropiado. Observamos que en Canóvanas, el valle inundable, como señalaba alguien que vive en la parte alta de Río Grande, es decir el río Grande de Loíza inundó todo ese valle de Loíza, Canóvanas. Y es que el río ahí da una curva, en Carolina, un poco más abajo de Carolina, y se mueve hacia el este, hacia Canóvanas. Y entonces allá se une al río Canóvanas, con el río Grande de Loíza, y se desborda, porque ese valle de Loíza y una parte de Canóvanas y Río Grande, es inundable por el río Grande de Loíza y el río Herrera.
Así es que de nuevo, se construyó en sitios inundables. Y claro, los pobres han rescatado terreno en áreas inundables y ese problema no se ha resuelto a través de décadas.
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Una tarde, semanas después del huracán, una señora que nunca había visto me detuvo en la Fernández Juncos y me preguntó, ¿qué día es hoy? Las 5:45, le respondí, y seguí caminando.
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Cuando llegó la luz en mi área del barrio Hipódromo en Santurce, una noche, un día de semana, no sé cuánto tiempo después de que se fuera, hubo una explosión y un fuego. El transformador de un poste de madera parece que no pudo contener la emoción de recibir por fin una carga eléctrica y se prendió en candela. Dejé las luces prendidas cuando salí de mi apartamento a ver qué tan cerca estaba el fuego. Me divertí viendo a los bomberos apagando el poste bajo una noche completamente despejada. Por suerte la luz no se fue de nuevo, al menos no esa noche. Estando afuera no tenía muchas ganas de regresar a mi apartamento. Sabía que cuando volviera iba a estar iluminado con ese tono naranja opaco que tiene la luz cuando la energía no es muy potente.