OPINIÓN

Por Damaris Suárez | Centro de Periodismo Investigativo

La pandemia por el coronavirus nos ha marcado trayendo consigo una nueva realidad social acompañada de grandes retos de salud pública y repercusiones económicas globales. Mientras para el resto de la humanidad la batalla se centra en contener la pandemia con la vacuna como un primer escalón para regresar a una “nueva normalidad”, en Puerto Rico representa, además, el más reciente reto a nuestra resistencia social que ha sido puesta a prueba en los pasados años en que hemos enfrentado desastres naturales y otros provocados por el Gobierno.

Cumplido un año desde que se declarara un cierre total por el coronavirus no me quedan dudas de que, el denominador común que ha agravado la respuesta pública a la pandemia es la cultura de opacidad y la falta de transparencia de los responsables de tomar las decisiones de política pública para atender cada una de estas situaciones.

Es como si el Gobierno no hubiera aprendido. La palabra transparencia se ha convertido en una moda entre los funcionarios. Mientras más la dicen, menos la cumplen al momento de recibir una solicitud de   información que se presume pública. Aunque para ser transparente solo falta voluntad, los custodios de nuestra información ponen cortapisas y trabas para negar peticiones de documentos y datos, por lo que el camino que resta es el peregrinaje continuo a los tribunales para obligar su entrega. Lo otro es conformarse.

Los ejemplos sobran. Desde el principio de la pandemia ya se mostraba la tendencia de evitar ofrecer información, datos relevantes y sobre todo estadísticas para la toma de decisiones de política pública para manejar la crisis.

Por ejemplo, el Centro de Periodismo Investigativo tuvo que demandar por tercera vez al Registro Demográfico para obtener la información sobre las personas fallecidas durante el 2020, tras cinco semanas de pedir la base de datos de las muertes y los certificados de defunción para   analizar las cifras ofrecidas por el Gobierno en medio de la pandemia. Increíblemente la agencia se negaba a entregar una información que ya los tribunales habían determinado dos veces, con la misma directora al mando, Wanda Llovet, que era pública.

“En un desastre natural, como en la guerra, surge el instinto de saber qué pasó y qué está pasando, y, el instinto de las estructuras de poder para manipular la realidad, para mover las cosas a como convienen que se conozcan; y ambos instintos están en conflicto”. Aún recuerdo estas palabras del cofundador del CPI, Oscar Serrano durante el evento ‘365 días de María’ a un año del ciclón. Esta tensión que se evidenció durante la emergencia por María se ha manifestado de igual forma durante la pandemia.

Aunque parezca inverosímil, poco después de que se aprobaran las vacunas contra el COVID-19, el CPI tuvo que acudir al tribunal para exigir que hiciera público el plan y el registro de vacunación, porque el Gobierno se negó por alrededor de mes y medio a ofrecer la información de cómo estaba distribuyendo las vacunas y a quiénes se les estaban administrando, según las fases establecidas.

Las decisiones en cuartos oscuros no permiten la fiscalización adecuada.

Durante los últimos años, entidades dedicadas a promover la transparencia gubernamental han enfatizado que promover una cultura de transparencia es un mecanismo que previene la corrupción.

Una resolución sobre Pandemia y Derechos Humanos en las Américas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) establece que los Estados deben otorgar prioridad a las solicitudes de acceso a la información relacionadas con la emergencia de salud pública, y que en las actuales circunstancias por la emergencia global por el coronavirus, “la obligación estatal de proveer acceso a la información pública se expande para exigir el mayor escrutinio posible de las actuaciones estatales en nombre de la emergencia”. Añado que esta obligación de ser transparente, más que cacarearla, se torna medular en un país como el nuestro que ha vivido años de emergencia en emergencia.

Crisis tras crisis, pasando por la quiebra, la recesión económica, los huracanes Irma y María, la salida del Gobernador, los serios problemas en las primarias y las elecciones, y la pandemia… todas han estado cruzadas por la falta de acceso a información y la falta de transparencia.

En todas y cada una de esas crisis y emergencias, el CPI, la Asociación de Periodistas de Puerto Rico (Asppro), grupos comunitarios, entidades sin fines de lucro, periodistas, entre otros, hemos tenido que recurrir a ese eterno peregrinaje a los tribunales para acceder a información pública que se torna más relevante aún para la ciudadanía en medio de las emergencias. Lista de los bonistas y fondos de cobertura que compraron deuda en la emisión chatarra de 2014, los informes entre la Junta de Control Fiscal y el Gobierno, los planes de implementación e informes de progreso de agencias y corporaciones que dispone PROMESA, el plan de manejo de emergencias, el informe sobre el almacén de suministros en Ponce encontrado tras el terremoto, y el uso de los fondos de recuperación en el Departamento de Educación son solo algunos ejemplos de ese peregrinaje.

Al final, el Gobierno ha tenido que entregar lo que se pide. En todos los casos de solicitud de acceso de información que han terminado en los tribunales, la agencia llega a un acuerdo, entrega el día de la vista o el tribunal determina que, contrario a los reclamos de “confidencialidad” del Gobierno, la información solicitada debe hacerse pública.

Por solo mencionar dos ejemplos, los hallazgos de las investigaciones periodísticas surgidas de los casos contra el Registro Demográfico y el Departamento de Salud para que hicieran pública la base de datos de las muertes y el Registro de vacunación en medio de la pandemia han sido fundamentales.

En retrospectiva: lucha por la transparencia durante la más reciente emergencia

A seis meses de que el Gobierno informara de la llegada de COVID-19 a Puerto Rico, el CPI halló, tras analizar los certificados de defunción entregados por el Registro Demográfico, que en en Puerto Rico se reportaron cientos de muertes en exceso  durante los primeros meses de la pandemia. La investigación periodística detectó un patrón de exceso de hasta unas 1,000 muertes entre marzo y agosto de 2020. Estas muertes incluían cerca de 500 muertes que el Gobierno atribuía al COVID-19, y las 500 muertes restantes que pudieron haber estado vinculadas al virus, pero fueron atribuidas a otras causas de muerte.

Este exceso de muertes pasó desapercibido en la totalidad de las muertes reportadas debido a que simultáneamente hubo una disminución de muertes violentas y por  accidentes de tránsito reportadas durante el “lockdown”. El exceso de muertes anticipado por el CPI, por haber tenido acceso a la base de datos que el Gobierno no quería entregar, fue validado casi seis meses más tarde por un estudio científico publicado por el Centro Nacional para la Información de Biotecnología (NCBI, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos. El estudio concluye que durante los meses de marzo a julio se registraron 638 muertes en exceso a las que regularmente ocurren en Puerto Rico en esos meses. Estas muertes incluyen un total de 225 fallecidos por COVID-19 y dejando las 413 muertes

restantes como “posibles muertes adicionales relacionadas a la COVID-19” que no fueron contadas como tal, sino asignadas en el certificado de defunción a otras causas de muerte, de acuerdo con la investigación. El NCBI determinó un exceso de 413 muertes para los primeros cinco meses de la pandemia, y el CPI de 500 para los primeros seis meses de la pandemia.

Más recientemente, otra investigación publicada por el CPI, luego de que el Departamento de Salud se viera obligado a entregar el registro de vacunación de COVID-19 ha destapado el caótico e irregular proceso de inoculación, en el que proveedores se han saltado a los adultos mayores y encamados para vacunar a familiares de personal de hospitales, contratistas de la Guardia Nacional, a personas que no residen en Puerto Rico y menores de edad, entre otros.

La transparencia y el libre acceso a la información reviste mayor importancia durante las  emergencias como esta pandemia debido a que en momentos de crisis los actores corruptos funcionan bajo el principio de oportunidad, aprovechando las nuevas circunstancias para elaborar esquemas antes que sus competidores, nos advierte el Lcdo. Samuel Quiñones García en su escrito ‘El acceso a información pública, la prensa y la pandemia’. Este plantea que la tendencia de los gobernantes a querer lucir bien en medio de las crisis provoca que pongan cortapisas mayores para el acceso a la información.

“Cuando el Gobierno detiene el flujo de documentos administrativos al pueblo, levantando la seguridad nacional o la intimidad, los corruptos verán en jauja sus ambiciones. Las unidades políticas –dentro de la tradición liberal, democrática y republicana en el molde occidental– han desarrollado efectivos diques de contención contra estas ambiciones despóticas. En el contexto de estos modelos, los más valiosos se refieren a la existencia de fuentes de información alternas, diversas y contrastables. Todos los países experimentan ciclos más o menos autoritarios, asociados a diversos tipos de crisis. Cuando estos eventos siguen a fenómenos naturales, como una pandemia, incumbe a la solidaridad humana decirnos la verdad, no importa cuán dura sea. Lamentablemente en estas circunstancias, la tendencia del gobernante es a mostrar su mejor cara. Si para ello tienen que mentir, no es menos corrupto que el que roba”, sostiene el abogado y profesor universitario.

Un ejemplo de esta tendencia fue la investigación legislativa sobre la fallida compra de las pruebas de COVID-19, que surgió como consecuencia del trabajo de la prensa de fiscalizar mediante mecanismos investigativos propios y poner al descubierto información que no estaba pública.

El Panel sobre el Fiscal Especial Independiente (PFEI) decidió en diciembre asignar fiscales especiales para investigar las actuaciones de los responsables en el trámite de compras de pruebas COVID-19, contrario a la recomendación del Departamento de Justicia de que no se investigara el asunto. Todavía hay $1.3 millones en fondos públicos rehenes en un banco por las cuestionables transacciones para la compra de pruebas rápidas de COVID-19 a la empresa 313 LLC a principios de la pandemia.

Según el PFEI, de la evaluación de las declaraciones juradas en el sumario fiscal remitido por el Departamento de Justicia, surge que varios funcionarios y personas, sin autoridad legal, intervinieron indebidamente con procesos de compras y adquisiciones claramente reguladas. Ello incluyó el ejercicio de presión indebida sobre la entonces Secretaria Interina de Salud para que firmara en 20 minutos una orden de compra millonaria sin seguir el análisis y rigor que la normativa exige, como había publicado una investigación del CPI.

Un año ha pasado desde que se decretara el primer estado de emergencia que vino acompañado de un cierre forzoso y encerramiento para tratar de contener los contagios del coronavirus. Lo menos que podemos esperar es que el Gobierno aprenda que no solo hay que repetirlo como el papagayo, sino que hay que cumplir con la promesa de transparencia y acceso a la información con las que se lleva al país a las urnas. Una ciudadanía informada toma mejores decisiones. Eso debería empezar a ocurrir antes de que nos llegue la próxima emergencia.