Por Kayla Young | Centro de Periodismo Investigativo y Cayman Current
Los días de Beach Club Colony fueron una era diferente para Caimán. En 1970, las Islas Caimán tenían poco más de 9,100 residentes y muchos de ellos, en particular los jóvenes, pasaban su tiempo en el mar, trabajando en los barcos de la National Bulk Carriers, una compañía naviera multinacional. La industria de servicios financieros estaba despuntando, al igual que el turismo.
En 1968, una estadía en el Beach Club hubiese costado entre $10.50 y $15.50 la noche, tarifa que incluiría dos comidas diarias. El complejo de 36 habitaciones fue una de las primeras hospederías de la playa Seven Mile, junto con hoteles como Coral Caymanian, Galleon Beach Hotel y La Fontaine, los cuales ya han sido remodelados.
Ya para 1978, el Beach Club Colony se había expandido a 60 unidades y reclamaba 700 pies de playa arenosa con “las aguas más claras del mundo”.
Cuando el complejo reabrió en 2005, luego de un cierre de 15 meses después de que el huracán Iván tumbara el segundo piso, el periódico Caymanian Compass (ahora Cayman Compass) describió el evento como una especie de “regreso a casa” para los huéspedes que retornaban.
“Al menos un huésped, un adinerado y muy experimentado viajero… respiró aliviado cuando entró al entorno familiar y pintoresco, explicando que era como volver a casa y que nunca había visto nada parecido”, informó el periódico.
Aunque construido para turistas, el hotel también era un lugar de reunión para locales, y allí los caimaneses y los visitantes se encontraban para compartir tragos y escuchar música en la playa.
Como en la mayoría de los lugares de esa época, los habitantes de las Islas Caimán eran bien recibidos, dice Shirley Roulstone, una operadora turística local convertida en activista del movimiento “Rascals”, un grupo informal de caimaneses que se unió inicialmente en 2018 en 2918 para desafiar los planes de dragado y redesarrollo del puerto de George Town para convertirlo en un “mega” puerto de cruceros.
Roulstone creció en los años 60 y 70 cerca del antiguo Seaview Hotel, una operación familiar en la calle South Church, donde buceaba en busca de monedas en la piscina de agua salada. El acto entretenía a los huéspedes y le dio a Roulstone menudo para su bolsillo.
Ha continuado ligada al turismo la mayor parte de su vida, más recientemente como operadora de Cayman Routes Island Tours.
“Estoy particularmente orgullosa de mostrar nuestra isla y brindarle a la gente un trasfondo de las Islas Caimán, de la forma en que siempre hemos sabido que ha sido, porque los novatos solo ven lo que tenemos ahora, que es básicamente una jungla de cemento”, dice. “Estamos perdiendo nuestros lugares fuera de lo común, que nos hacen únicos, que nos hacen ser atractivos para visitar y esto está causando mucho estrés a los habitantes de las Islas Caimán”.
Cuando se criaba, pocos lugares estaban fuera del alcance de Roulstone y sus amigos, y los letreros de “prohibido el paso” eran raros. Esa fue una época guiada por el concepto de “Caymankind” o “estilo caimanés”, aunque dicho término inventado por el Departamento de Turismo no se popularizó en la jerga local hasta mucho más tarde.
El término “Caymankind” captura un carácter local único, un espíritu comunitario guiado por la bondad y la caridad, explica Eden Hurlston, un músico local y también un “Rascal”.
Fue una época, venerada en la memoria local, en la que los vecinos estaban pendientes unos de otros, compartían lo que tenían y ayudaban a cuidar a los niños del vecindario.
“Con el estilo caimanés, miramos lo que nos rodea, y tenemos mucho”, dice Hurlston. “Aquí tenemos algo de comida. Tenemos una brisa, los niños se ríen y corren. Somos ricos”.
En muchos sentidos, las islas siguen siendo la misma comunidad acogedora de
la época de “Caymankind”. Son un lugar donde encontrar donaciones de emergencia para una familia necesitada o artículos de bebé para futuros padres puede ser tan fácil como enviar mensajes a un grupo de chat local.
Pero las Islas Caimán, en sí, han cambiado en muchas formas, desde los días del Beach Club Colony, cuando una propiedad juntaba con la siguiente y, con frecuencia, los vecinos compartían un patio común.
Ahora, lugares como la playa Seven Mile están salpicados de letreros de propiedad privada, lo que restringe a los locales a permanecer en el área pública, por debajo de la siempre cambiante marca de la marea alta, que es el punto máximo que alcanza el mar. La combinación del aumento del nivel del mar con grandes estructuras ambientalmente desacertadas, las cuales se construyeron demasiado cerca del mar y eso, para el público, resulta en que haya cada vez menos de la playa emblemática de las Islas Caimán.
Existe una creciente frustración evidente entre los caimaneses nativos, muchos de los cuales ven que en sus islas no se construye para ellos, sino para los inversionistas extranjeros y los intereses privados. El descontento se puede ver en debates cada vez más acalorados en las redes sociales y en las miradas apáticas en los cajeros de pago.
“Nuestra gente ahora está en estrés hasta el punto en que ya no podemos regalar ese estilo caimanés. Quiero decir, estamos hablando de abrirnos al turismo, pero ¿a qué los voy a traer de vuelta?”, reflexiona Hurlstone. “Simplemente no nos sentimos en casa estando en nuestra propia tierra. A veces no me siento a gusto en mi propia piel debido a esa ansiedad”.
Hace 20 años, Hurlston regresó a su hogar en las Islas Caimán, después de un tiempo viviendo en el extranjero, un “rito de iniciación” común para los jóvenes caimaneses que a menudo abandonan la isla para estudiar o trabajar. En ese momento, sintió que los pocos miles de dólares que había ahorrado en Hawái serían suficientes para hacerse dueño de una casa y formar una familia. Tenía razón. Ahora tiene esposa, un hijo de seis años y una casa en West Bay.
“Fue muy claro para mí [en 2001] que eso era posible y viable”, cuenta Hurlston. “Y ahora miro a mi hijo y ni siquiera hay una remota posibilidad de eso. Está ridículamente fuera de alcance”.
Esta investigación fue posible en parte gracias al apoyo de Para la Naturaleza, Open Society Foundations y la Fondation Connaissance et Liberté (FOKAL).