Por Roberto Orro*

Desde el pasado año 2018, el dólar norteamericano viene experimentando una racha alcista que parece no tener fin. En principio podría parecer algo positivo que nos facilita unas buenas vacaciones en el exterior.  Sin embargo, en lugar de ser una ventaja, la sostenida apreciación del dólar se ha convertido en uno de los principales focos rojos que amenaza con descarrilar el prolongado crecimiento económico de los Estados Unidos.

De no frenarse el alza del dólar frente a otras monedas, no habrá tarifas, ni cuotas ni ninguna otra herramienta proteccionista que contenga el déficit comercial de Estados Unidos, que alcanzó los $620,000 millones en 2018.   No importa que la presente administración federal se esfuerce en proteger la industria local si las exportaciones norteamericanas continúan encareciéndose. Si los mercados internacionales no pueden absorber los productos de la manufactura norteamericana, el muy celebrado crecimiento del empleo en este sector pronto llegará a su fin y luego, muy probablemente, sufrirá un negativo giro.

Cabe preguntarse por qué se ha llegado a este inconveniente punto.  El fortalecimiento del dólar se explica mayormente por el persistente desequilibrio en los mercados financieros internacionales, donde cualquier tensión o temor se propaga globalmente y se amplifica en las economías emergentes y de Europa. Los capitales huyen del resto del mundo para refugiarse en los Estados Unidos, al parecer el único lugar donde los inversionistas encuentran un tranquilizante para sus nervios.

Las tensiones comerciales entre Estados Unidos y China, la dificultosa renegociación de tratados comerciales, el Brexit y la creciente amenaza de ruptura en la Comunidad Europea son las causas principales del nerviosismo que azota los mercados internacionales.  A ello hay que sumarle las zozobras que generan los procesos eleccionarios en los países emergentes.  Aunque rehúsen aceptarlo, lo cierto es que los inversionistas no gustan de las elecciones.

La apreciación del dólar ha ido a la par con el incremento en la demanda y el precio de los bonos del Tesoro norteamericana y, por ende, de la baja sostenida en su rendimiento, que es el principal referente de la tasa de interés de largo plazo.  Luego de alcanzar 3.21% anual en octubre del 2018, el rendimiento del bono del Tesoro a 10 años ha caído en picada y descendido en marzo de este año a un ridículo 2.4%, por debajo incluso de la tasa de los fondos federales, de corto plazo. Uno se pregunta qué tan riesgosas pueden ser las otras plazas internacionales cuando que los inversionistas se contentan con tan poco en Estados Unidos.

En una economía como la norteamericana, que no resalta por su disciplina fiscal, sino todo lo contrario, la esplendidez de los inversionistas actúa como un incentivo perverso. La aceptación a cualquier precio de los bonos del Tesoro es una especie de cheque blanco que le permite al gobierno federal emitir cualquier cantidad de deuda para cubrir su déficit.  Hay que recordar que la excesiva canalización del ahorro internacional hacia los Estados Unidos, entre 2001 y 2006, fue uno de los factores que alimentó la gigantesca burbuja inmobiliaria cuyas consecuencias son bien conocidas.

Ante un panorama internacional tan vulnerable, la Reserva Federal de los Estados Unidos ha decidido tomar cartas en el asunto.  No puede incidir directamente en la tasa de interés de largo plazo, pero ha pausado su política de incremento en la tasa de interés de corto plazo. Sin embargo, aunque esta medida ayuda a estimular la demanda agregada a nivel local, es muy poco o nada lo que puede hacer para calmar la paranoia global.

Definitivamente, el gobierno de los Estados Unidos no tiene control sobre todos los eventos externos que le afectan, mas pueda ayudar a paliarlos.  La presente administración debe darle elevada prelación a la solución de su diferendo comercial con China.  Es un complejo problema que rebasa por mucho la esfera económica, pero no se vislumbra un saneamiento del ámbito financiero internacional mientras subsista el peligro de una guerra comercial entre las dos primeras economías mundiales.

Un clima más distendido con sus vecinos y otros países de peso en la arena internacional, como Rusia y Turquía, también tendría una buena acogida en los mercados financieros. La aprobación definitiva del tratado comercial con Canadá y México ayudaría a fortalecer no sólo la moneda mexicana sino también las de otros países latinoamericanos y de las economías emergentes en general.

En fin, para alejar el fantasma de la recesión (en algún momento llegará, din dudas) urge una mejor redistribución de los capitales a nivel mundial y una recuperación en el poder de compra de las monedas de Europa y los países emergentes.  Para continuar creciendo económicamente, Estados Unidos necesita que el resto del mundo también crezca, fortalezca sus monedas e importe más productos norteamericanos.

  • El autor es economista y consultor independiente