OPINIÓN
Por Roberto Orro*
Un año después de que la epidemia del Covid-19 trastocara por completo nuestras vidas, todo parece indicar que Puerto Rico, al igual que los Estados Unidos, finalmente se ha encarrilado por la senda del regreso a la normalidad. Se acerca el fin de un aciago periodo, y un ambiente más sosegado ha invitado a médicos, epidemiólogos y otros profesionales a realizar un balance de lo ocurrido e identificar historias de éxitos y fracasos en el manejo de la pandemia.
En Puerto Rico, como era de esperar, la mayoría de los expertos señalan al lockdown como la principal medida que ha ayudado a la Isla a tener un buen desempeño en la lucha contra el virus. Sustentan su conclusión en las cifras sustancialmente menores de decesos y contagios en Puerto Rico, por cada millón de habitantes, en comparación con Estados Unidos.
Indudablemente, la oportuna y decidida acción de la pasada administración al decretar una rigurosa cuarentena ayudó a salvar vidas y evitar la saturación de los hospitales en Puerto Rico. Sin embargo, hay muchos otros factores que inciden en la penetración del virus y su velocidad de propagación, factores que no han recibido la debida atención.
Luego de un año de sufrimiento a nivel mundial, ya disponemos de un enorme acervo de datos y estadísticas de cada una de las jurisdicciones de Estados Unidos y del resto del mundo. Son cientos de series estadísticas que recogen diariamente el número de casos positivos y los decesos atribuidos al Covid. La lectura de estas cifras no deja margen a la ambigüedad: casi ninguna de las fórmulas favorecidas por los expertos ha sido capaz de frenar los brutales ataques del virus. El ejercicio de buscar ganadores y perdedores se torna bastante complicado (cuasi estéril) y no es justo adjudicarles una pobre calificación a quienes más han sufrido los estragos del Covid.
Como ejemplo de lo anterior, basta revisar los casos de la República Checa y Portugal, dos de los países que en un inicio eran mencionados como paradigmas en la prevención del Covid. Ambos, al igual que otros países de Europa Oriental, apenas habían sufrido los embates del Covid hasta octubre del pasado año. Todo cambió súbitamente una vez el virus decidió hacer acto de presencia. Hoy día, la República Checa encabeza la lista a nivel mundial de número de decesos por cada millón de habitantes (2,300), mientras que Portugal se ubica entre los primeros quince (1,650). En América Latina tenemos el caso de Uruguay, otro paradigma hasta diciembre del 2020. Desde entonces se ha disparado el número de contagios y muertes por Covid en ese país sudamericano.
El letal virus ha dado al traste con múltiples esfuerzos y medidas para frenarlo. A la cabeza de la lista de recetas fracasadas se ubica el mantra del testing, testing, testing. Recuérdese que en febrero y marzo del pasado año 2020 se repetía incesantemente que la crisis de Estados Unidos era resultado de la aguda escasez de pruebas. Algo similar ocurrió en Puerto Rico, donde todos los días escuchábamos que las autoridades estaban “ciegas” por no disponer de suficientes pruebas. Sin dudas, las pruebas son un componente imprescindible dentro del sistema salubrista, pero han estado muy lejos de satisfacer las expectativas depositadas en ellas como baluarte de contención del virus.
Si las pruebas hubiesen sido tan efectivas como se decía, entonces ni Estados Unidos ni Europa Occidental habrían sufrido una segunda y tercer olas tan terribles. Desde octubre del 2020, siete meses después del inicio de la pandemia, Estados Unidos ha realizado entre 1.5 y 2 millones de pruebas diarias y también ha sumado más de 300,000 decesos adicionales. Francia, Reino Unido, Alemania y otros países de Europa no han corrido mejor suerte en sus intentos de contener al virus mediante la realización de pruebas a gran escala.
El lockdown ha sido una gran decepción dentro de Estados Unidos y a nivel mundial. No hay ninguna estadística que sustente la conclusión de que los estados o países con estrictos y prolongados encierros domiciliarios hayan tenido un mejor desempeño que los que optaron por políticas más flexibles y protectoras de la economía.
El lockdown es una medida que puede surtir efecto durante un corto periodo, pero se agota rápidamente pues ninguna sociedad puede permanecer largamente encerrada en sus hogares (sobre todo las más pobres). Si alguien tiene dudas, puede revisar las gráficas de California, Argentina, Panamá, Perú y los países europeos. Casi todos apostaron fuertemente por un estricto lockdown y ahora están atrapados en una interminable montaña rusa de contagios y decesos, con un virus siempre presto a golpear con saña una vez se reabren las puertas de las casas.
De todas las fórmulas ensayadas el pasado año – cuando aún no habían aparecido las vacunas – el cierre total de las fronteras y el aislamiento del exterior parecen ser las únicas que realmente han mostrado efectividad. Es algo que los médicos y epidemiólogos locales rehúsan reconocer, pues reservan todos sus elogios para el confinamiento y el cierre de negocios. La falta de comunicación terrestre con Estados Unidos ha ayudado mucho a Puerto Rico, tal como ha ocurrido con Alaska y Hawai, otras dos jurisdicciones con cifras incluso mejores que las nuestras. El aislamiento internacional de Nueva Zelandia, facilitado por su recóndita ubicación, ha sido clave en su muy elogiado desempeño.
Ahora que lo peor parece haber pasado, necesitamos hacer una revisión realista de nuestras medidas y políticas para enfrentar al virus. Es pertinente extraer lecciones de este difícil año, pues no se puede descartar que una situación similar se repita en el futuro. A la hora de evaluar las medidas aplicadas, habrá que darle la debida ponderación al elevado costo económico y social de confinar una sociedad en sus hogares.
- El autor es economista y socio de Grupo Estratega