Opinión

Por Evelyn Otero Figueroa

Lo que escapa al análisis poseleccionario español del 23J es que, en general, la sociedad no quiere regresar a la dictadura. España ha sido una democracia vigorosa y vanguardista, a pesar de tener menos de medio siglo de existencia.

El pueblo español —a excepción de la ultraderecha fascista y la derecha neofranquista— tiene vivo el recuerdo de la dictadura brutal que sufrió durante casi cuatro décadas. Recién estrenó una nueva ley de memoria democrática para devolver la dignidad a quienes aún no han visto el final de lo sufrido.

Dicen que no es lo mismo hablar del diablo que verlo venir. Eso es lo que ha sucedido a raíz del surgimiento y ascenso de la ultraderecha en la política nacional (como también ha ocurrido en otros países europeos). Una cosa ha sido escucharles enarbolar su discurso fascista extremista, y otra verles empezar a ejercer sus políticas de exclusión y odio tan pronto han tocado el poder.

Por suerte, si bien no se hicieron esperar sus acciones fascistas —contrarias a la fibra democrática de respeto y tolerancia que ha caracterizado a la sociedad española de este último medio siglo—, también trascendieron sus resultados. Así, pues, que la cancelación de actividades programadas e incluso contratadas y con fondos asignados no sentó nada bien, como tenía que ser. Ocurrió lo mismo con la eliminación de símbolos de avances democráticos y de derechos humanos como la bandera LGBTTIQ+.

En fin, que todavía no calentaban su pequeña silla de poder cuando empezaron a dar manotazos contra avances sociales de envergadura, como ya lo habían hecho con su discurso estridente, negacionista y excluyente desde su nacimiento. Sin superar su etapa de adolescencia política, ya empezaron a mostrar su talante arrogante y brutal.

Eso fue suficiente para llevar a votar a una porción significativa del electorado, a pesar de tener que interrumpir su sagrado y esperado verano. Que el gran perdedor de esta jornada electoral fuese precisamente la ultraderecha tiene que ver con lo descrito, y también con que su pareja de hecho le arrebatara electores con la consabida retórica del «voto útil».

El alivio de que no se materializaron las resultados pronosticados por las encuestas dio paso a la euforia política. A pesar de no haber recibido el mayor número de votos y escaños, los resultados sí podrían permitir al bloque progresista formar nuevamente un gobierno de coalición —a pesar de las dificultades que entraña la negociación.

Esa no es una opción del bloque derechista, al que no le suman los números. Victoria agridulce para uno de los dos principales partidos, que al fin logra nuevamente ser el más votado, pero que sus aspiraciones de gobernar se quedan cortas. Es lo que llaman «tanto nadar para morir en la orilla».

Esas son las situaciones por las que han estado atravesando España y otras democracias europeas. El fin de un bipartidismo que no se consolida del todo, pero que empieza a producir efectos que reflejan la pluralidad de sus sociedades. A diferencia de otros países europeos, que han visto ascender a la ultraderecha, España ha logrado que retroceda —a pesar de que las encuestas anticiparan lo contrario.

La izquierda progresista se apuntó una en España. A ver si ahora contagia a otros países en el sentido contrario a lo que ha estado ocurriendo. Quien sabe si a Francia…