Por Elías R. Gutiérrez*
Hace ya algunos años una periodista que escribía una historia para el diario El Nuevo Día me hizo la siguiente pregunta: ¿Está Puerto Rico preparado para confrontar un huracán de categoría cinco? De inmediato le contesté de la siguiente manera:
–Puerto Rico no está preparado para resistir un aguacero a las 4:00 de la tarde en día de semana. Le explicaba que cuando ocurre, el flujo de transito se paraliza en toda el área metropolitana; se producen apagones de forma aleatoria; los sistemas de semáforos salen de servicio y complican el flujo vehicular; los conductores y pasajeros se impacientan y proliferan los pequeños accidentes de tránsito; el flujo de tránsito se atora aun más. En fin, el sistema que provee movilidad limitada al área metropolitana y sus suburbios responde como un sistema caótico. Los sistemas caóticos responden desproporcionadamente a estímulos pequeños.
Las características caóticas que exhibe el sistema de transporte vehicular en Puerto Rico es compartida por otros sistemas. La ausencia de coordinación es la orden del día. El patrón de usos del suelo refleja y exacerba el caos.
El patrón de utilización del suelo, la aglomeración urbana y la baja densidad sub-urbana han contribuido a crear condiciones que contribuyen a la ineficiencia de los sistemas de distribución de servicios. Además, contribuyen a magnificar los riesgos asociados con eventos meteorológicos y telúricos.
Para complicar aun más la condición de riesgo en que habita una proporción cada vez mayor de los seres humanos, no hay ya duda en cuanto a que el clima del planeta está sufriendo un cambio importante. Según los científicos, el cambio climático augura eventos catastróficos frecuentes y extendidos. Los sistemas de administración de los centros urbanos, de las regiones y de las naciones no están a la par con el valor esperado de daños derivados de este proceso.
Los eventos más recientes ilustran la seriedad con que se debe acometer el proceso de anticipación, planificación, preparación y educación de la población ante la situación que confrontamos. Solo baste mencionar los huracanes Ike, en Houston, y Katrina en Luisiana; el tsunami sufrido Japón con la destrucción de una porción significativa de su infraestructura para la generación nuclear de energía eléctrica; y solo días atrás, la súper-tormenta Sandy, con un devastador ataque a la megalópolis de Nueva York, extendiéndose sobre un área que cubría desde las Carolina en el sur, hasta Massachusetts en el norte y arropando una región extendida hacia el oeste que llegó a los grandes lagos. No pueden quedarse fuera de este listado los fuegos forestales. Este año los hemos visto arrasar bosques en Colorado y en regiones de España peninsular y otras regiones de Europa.
Aunque el terremoto que destruyó a Puerto Príncipe, Haití, no se relaciona con el clima del planeta, resalta la fragilidad de la infraestructura como elemento determinante en cuanto al grado de destrucción y pérdida probable que puede esperarse.
Todos los casos mencionados anteriormente resaltan la importancia crítica de los sistemas de transportación. La capacidad de los sistemas antes, durante y posterior al evento han demostrado grandes limitaciones en el diseño, construcción, mantenimiento y protección de carreteras, túneles, puentes, aeropuertos, puertos y marinas. Los sistemas de generación y distribución de electricidad y agua potable han mostrado sus grandes limitaciones. Limitaciones que se hacen patentes en función de cuán numerosas son las poblaciones afectadas.
En el caso de Sandy, la dramática evacuación de los hospitales de Manhattan, evidencia que los sistemas de respuesta rápida y atención a la vida de los ciudadanos, confrontan riesgos que no han sido objeto de planificación integrada. La sorpresa ha reinado y la coordinación con el resto de los sistemas de la ciudad han dejado mucho que desear cuando las condiciones alcanzan categoría de desastre.
La planificación y preparación de respuestas a desastres tendrá que llevarse a cabo a nivel regional y supra nacional dadas las condiciones. Estas condiciones incluyen la naturaleza misma del origen de los fenómenos. Es decir, se trata de un cambio en el clima del planeta. Un fenómeno de esa envergadura desconoce fronteras nacionales y jurisdicciones políticas. Es una realidad que los seres humanos han decidido conglomerarse y habitar ciudades ubicadas en las costas. Gústenos o no, ese fenómeno es generalizado a través del planeta.
Son muchas las áreas de trabajo que requieren atención intensa como requisito de adaptación a las condiciones que definen el ambiente en que se desenvuelve la población de grandes regiones del planeta. El diseño de las ciudades; los códigos de construcción; las especificaciones de mantenimiento y su financiación; la distribución del coste de los cambios y otros factores serán necesarios y requerirán enormes recursos de capital.
Por otro lado, la preparación para responder a los eventos se ha hecho indispensable. La coordinación con la industria de seguros es indispensable. Los antiguos estilos cuasi-filantrópicos han de ser institucionalizados y convertidos en elementos culturales para planificar y anticipar adecuadamente la nueva realidad. Holanda viene al caso como ejemplo del proceso de aculturación defensiva que será necesario acometer en las ciudades, islas, tierras anegadizas de los deltas y costas. No se olvide que los asentamientos informales, distribuidos sobre terrenos inadecuados, constituyen un elemento que siempre surge como fuente de tragedias previsibles, pero siempre dejadas de lado por razones de carácter político.
Desafortunadamente, la retirada forzosa de las poblaciones residentes en las costas no tiene viabilidad política ni económica, por lo menos en lo referente a los asentamientos ya establecidos. Los asentamientos que hoy se encuentran desarrollados en deltas, bahías, tierras bajo el nivel del mar, tienen origen en sucesos históricos que ocurrieron dentro de contextos de la organización económica de tiempos pasados.
En el caso particular de Puerto Rico, la situación se complica por elementos geográficos y sociales. Difícil ha resultado, hasta la fecha, evitar la construcción en terrenos escarpados e inclinados. Estos han sido ocupados y poblados con total desobediencia al sentido común. Con frecuencia la ocupación ha sido por poblaciones pobres que buscan terrenos de bajo precio. Con frecuencia se trata de invasiones de terreno. Estas últimas se realizan con preferencia de tierras llanas por la facilidad de construcción informal que permiten. El agravante que conlleva el fenómeno de la invasión de terrenos es que los invasores prefieren terrenos llanos, con frecuencia anegadizos. El entusiasmo político para hacer cumplir la ley en estos casos ha sido de escasez manifiesta y contradictoria. Peor aún, con frecuencia las invasiones son incentivadas y organizadas por activistas políticos.
Sea cual sea la explicación del proceso que nos ha llevado a la situación actual, es necesario tomar conciencia que el riesgo de suponer que las circunstancias no han cambiado resulta ya insostenible y francamente estúpido.
Es imperativo dotar a las ciudades, y a su infraestructura, de inteligencia. La complejidad que caracteriza estos sistemas ya ha rebasado la capacidad de las instituciones que los administran. Los riesgos que se confrontan en términos de pérdidas potenciales de vida y propiedad son intolerables. Las medidas de recuperación resultan más costosas que el diseño requerido para dotar a las ciudades y asentamientos de la resistencia necesaria para resistir el embate meteorológico de mayor frecuencia e intensidad que la ciencia nos advierte y que la experiencia reciente nos comprueba.
La siguiente es una lista de requisitos que considero sólo muestra de lo que resulta ya imprescindible:
1) Diseño de los sistemas de drenaje pluvial, incluyendo unidades de bombeo y cañerías para operar a capacidades de precipitaciones resultantes de fenómenos que hoy apenas se anticipan con frecuencia de cien años;
2) Sustituir la totalidad de los sistemas aéreos de distribución de energía eléctrica;
3) Establecer de forma rutinaria y permanente simulacros de adiestramiento y evaluación de desempeño de los encargados de atender en primera fila las emergencias;
4) Dotar de redundancia en niveles múltiples a todos los sistemas de seguridad como estándar;
5) Establecer como estándar de financiación el mantenimiento por vida útil de todas las piezas de infraestructura;
6) Establecer protocolos de dirección del flujo de transito que sean activados automáticamente, sin sorpresa para una población adiestrada, en el momento que las capacidades en ambas direcciones sean insuficientes;
7) Las marcas de niveles de inundabiliad deberán ser colocadas en lugares prominentes, mantenidas y revisadas con regularidad para crear conciencia tanto de los riesgos como de la preparación social para confrontarlos en todo momento;
8) De igual forma que en (7) arriba se deberá establecer un sistema de atención a los declives en donde las condiciones de los suelos lo indiquen apropiado.
En otras palabras, los eventos que hemos contemplado como posibles, pero improbables en el corto plazo, deberán considerarse simplemente “probables”. Esa probabilidad deberá ponderarse por el riesgo de pérdida asociado para hacer estimaciones de riesgo. Esta forma de ajuste a condiciones de riesgo deberá cultivarse para lidiar y valorar el grado y el sentido de seguridad que disfrutará la población. Esa es la experiencia en regiones sujetas a continuas amenazas. Amenazas tanto de índole natural como creadas por los seres humanos. Estas últimas son muchas veces producto de la hostilidad traducida en ataques. En ocasiones es producto de la irresponsabilidad que acompaña la ignorancia.
Estoy convenido que de lo que se trata es de reconocer que nuestro medio ambiente natural y artificial es riesgoso. Que las pérdidas asociadas con la probabilidad de eventos calamitosos parece haber cambiado en nuestra contra. Que nuestras ciudades, suburbios y asentamientos de baja densidad se encuentran bajo amenaza. Que la preparación efectiva requiere planificación. Que la planificación deberá realizarse sobre estimados del valor de lo que se ha colocado a riesgo.
La calibración necesaria chocará inevitablemente con obstáculos de naturaleza política. En la raíz de esa resistencia estará siempre una motivación básica: que sea otro el pague por los daños, si ocurren. O que sea otro el que pague por el costo de la mitigación o evitación preventiva. He aquí donde puede ayudar la educación, la investigación y el desarrollo de tecnología que provea “inteligencia” a la infraestructura.
No sólo es conveniente desear ciudades habitables, caminables y hermosas. Es necesario que sean seguras. Seguras en cuanto a la vida de las personas que las viven y las visitan. Hasta hace poco, la seguridad se relacionaba en la mente de las personas más bien con el fenómeno sociológico del crimen. No obstante, la seguridad, que es criterio de estándar de vida, surge también de la actitud y preparación colectiva e individual ante el medio ambiente y sus azares. La ciudad, y la infraestructura que la sostiene, debe ser rediseñada y construida para atender el reto de la redistribución que los seres humanos han realizado en lo referente a los lugares preferidos de asentamiento y el cambio en sistema climático del planeta que hemos provocado.
El elemento administrativo gerencial requerido para dotar de capacidad de aguante a la urbe y a su suburbios no debe menospreciarse. Aquí confrontamos un gran reto. La capacidad gerencial de Puerto Rico como sociedad es su talón de Aquiles. Es en ese insumo donde encontramos gran limitación profesional y cultural. Tendremos que remediar esta limitación si deseamos proteger los activos reales y humanos del país.
Estoy convencido, lo que, a primera vista luce como un proyecto abrumador e insufragable, redundaría en una expansión importante del acervo de capital productivo y social que permitirá despegar del estancamiento el estándar de vida de los ciudadanos. De paso dotará a la economía de Puerto Rico de un elemento positivo para competir en la economía global. En otras palabras, el país no puede darse el lujo de no acometer la reestructuración aquí esbozada. Será mejor comenzarla antes de que nos sorprenda el desastre.
* El autor es economista y planificador.