Por Luis Joel Méndez González | Centro de Periodismo Investigativo
Las ráfagas del viento que llegan desde el noroeste golpean los árboles a las afueras de este encierro. Escucho arrastrar la cadena de mi perro por el suelo.
El abanico gira mientras miro el techo marrón pálido. Llevo más de tres días en este cuarto, encerrado de manera preventiva por temor a contagiar al prójimo. Es una cuarentena autoimpuesta en la que estoy atrapado entre la desinformación y las contradicciones del Gobierno.
El reloj transcurre lento, lentísimo. Lo miro a cada instante con ansias de que se terminen estos 14 días. Son horas largas en las que me percato que el agua continúa filtrándose por la pared que sigue sin reparar desde hace 30 meses, tras el huracán María.
La ropa que guardé en mi maleta negra hace cuatro noches permanece en un rincón de mi habitación como recordatorio. Es lo poco que pude traer a mi pueblo, Moca, en la zona más al oeste de la isla, tras escapar de la casa de mi abuela, en la colindancia entre Lares y San Sebastián.
Y es que esa misma noche, cerca de las 9:00 p.m., abrí un correo electrónico que trastocó mi realidad. Trabajaba en mi computadora cuando en la esquina de la pantalla apareció una notificación del Investigative Reporters and Editors (IRE), la organización que coordinó un adiestramiento en Nueva Orleans, del que participé como estudiante de periodismo desde el jueves, 5 de marzo, hasta el domingo 8.
“Una persona que asistió a #NICAR20 la semana pasada, en Nueva Orleans, presuntamente arrojó positivo en una prueba de COVID-19”, decía el correo electrónico escrito en inglés.
Segundos más tarde abrí otro correo que ratificaba la información y que instaba a tomar precauciones. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. El coronavirus podría estar alojado en mí, lo que me convertía en un riesgo para otros. Ni siquiera imaginaba cómo ese virus, que comenzó en un mercado de mariscos y animales exóticos en la ciudad de Wuhan, China, habría llegado hasta mi cuerpo.
Llamé varias veces al número 787-729-6320, una línea de información que estableció el Departamento de Salud para cualquiera que sospechara tener COVID-19. No respondieron el teléfono. “Mañana tengo que irme temprano”, pensé. Esa noche me pregunté qué proceso debía seguir, qué medidas debía tomar. Estaba confundido y temía por la salud de mi abuela de 80 años, a quien a veces le cuesta respirar.
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) advierten que es posible que adultos mayores y pacientes de enfermedades crónicas pueden enfermarse de gravedad en caso de contraer el COVID-19. El problema es que, a pesar de que los CDC creen que los síntomas pueden aparecer entre dos y 14 días después de la exposición original, el virus también puede estar alojado en el sistema sin presentar síntomas. El tiempo corre y a la vez aumenta el riesgo de contagiar a mi abuela.
En varias ocasiones me pregunté durante mi semana en Nueva Orleans qué sería de mí si entraba en contacto con un sospechoso de coronavirus. No me sentía confiado. En Puerto Rico el ahora exsecretario de Salud, Rafael Rodríguez Mercado, había dicho que era poco probable que el virus llegara a la isla al no recibirse “vuelos directos desde China”. Por otro lado, la epidemióloga del Estado, Carmen Deseda Colón, había dicho en la radio que el coronavirus se había propagado a Italia porque era un país “cercano” a China
Noto a través de la ventana cómo el cielo intenta tornarse azul y las nubes blanquearse. No me acostumbro a que me toquen a la puerta; a abrirla con cautela, con paño en mano, para agarrar un plato de asopao de camarones perfecto para un día lluvioso. Esta vez no sé si taparme la boca con un bozal, esconderme en mi cuarto, deambular por la casa o irme a un hospital.
Sentado en mi cama, agarro mi celular. Es lo más cercano a estar al otro lado de la ventana. Me percato de una llamada perdida del 787-765-2929. Devuelvo la llamada, y es el Departamento de Salud de Puerto Rico. Me responde una grabadora.
Llamé sin éxito tanto a la oficina regional de la epidemióloga de Mayagüez como a la oficina subregional de Aguadilla. Luego llamé a la oficina de la región metropolitana y me respondió un hombre que luego me pasó la llamada a una mujer. Me dijo que yo no cumplía con los criterios para ser un “caso sospechoso”, pues no había viajado a Corea del Sur, China, Irán o Italia. Le explico que me sentía en riesgo porque había ido a un adiestramiento en el que 1,100 personas habían interactuado durante cuatro días en el mismo hotel. En aquel momento se había informado por lo menos un caso con la enfermedad —hoy son dos—. No obstante, la mujer me dice que en mi caso no era necesaria una cuarentena.
Luego de enganchar me quedo insatisfecho. ¿Debieron considerarme un caso sospechoso de coronavirus? ¿Hacerme la prueba? ¿Darme instrucciones precisas sobre cómo aislarme preventivamente? Contacto a mi médico de cabecera. Me escucha durante algunos minutos y me recomienda que permanezca en mi hogar. “Es responsabilidad de todos”, dice. No dudó un segundo en excusarme ante el Decanato de Estudiantes de la Universidad de Puerto Rico (UPR) en Arecibo para que pudiese ausentarme durante los 14 días necesarios.
En cuanto supe de mi riesgo de haber contraído el COVID-19, llamé a uno de mis profesores. Me recomendó que llámese a mi doctor para que me indicara los pasos a seguir. Siempre estuvo pendiente a mí para guiarme paso a paso. Esa misma mañana llamé al Decanato de Asuntos Estudiantiles. Quien atendió mi llamada me exhortó a que fuese al hospital (que es contrario a las recomendaciones de muchos salubristas). Horas después, llamé a la Oficina de Rectoría donde me dijeron que podía asistir a la universidad porque no mostraba síntomas ni provenía de un país nivel 3 o nivel 4, pero que de todos modos le iban a informar a la Administración Central de la UPR, al Departamento de Salud y al Departamento de Estado. No supe más de ellos.
Accedo a mi perfil de Facebook. En mi muro me topo con que es 13 de marzo, el cumpleaños de mi hermano. No habrá fiesta porque todos en la casa estamos en cuarentena. Mi otro hermano, el de nueve años, la tomó en un principio con tranquilidad porque no sabía qué era. Ahora duerme con mi madre o en el sillón de la sala porque me he acuartelado sin remedio en su cuarto.
Recuerdo que la epidemióloga del Estado instó a que la ciudadanía se mantuviese en distanciamiento social durante 14 días. El COVID-19 se esparce mediante “partículas” que salen del cuerpo al toser o al estornudar, explicó. Sin embargo, cuando terminó la conferencia de prensa, la epidemióloga intentó saludar con un abrazo y un beso a un reportero de televisión.
Esa misma tarde el reportero de CBS News, David Begnaud, informó que el CDC le notificó que la demora en entregar los resultados de las pruebas se debía a que el Departamento de Salud había enviado las muestras de los casos sospechosos de COVID-19 de forma inadecuada y sin la documentación precisa. Eso desató la insatisfacción acumulada en contra de la gestión de Rodríguez Mercado desde el huracán María, y unas horas después llegó su fulminante salida del Gobierno.
Pese a que mi madre a veces trabaja más de 10 horas al día para ayudar a mantener la familia, la situación la obligó a llamar a su supervisora para notificarle que no podría ir a trabajar porque estaría en cuarentena. Cada dos o tres horas me llama a la puerta para traer un plato de comida, una merienda o simplemente un vaso con agua o jugo. Sus temores: “¿cuánto tiempo estaré sin trabajar?”, “¿cuánto tiempo estaré sin generar ingresos?”. Parece no haber respuestas. Mientras, los universitarios como yo nos preguntamos si luego del huracán, los terremotos y ahora el coronavirus nos graduaremos.
Nuevamente tocan la puerta. Escucho cómo el perro arrastra la cadena afuera. La abro y veo a mi hermano, de nueve años, quien me mira y sonríe. En su mirada, observo la inocencia que quisiera tener en estos momentos. Es angustiante pensar cómo el coronavirus no tan solo ha golpeado la economía de nuestro país, sino la rutina de mi familia. Solo me cuestiono a cuántos más habrá atrapado en el encierro la poca información y las contradicciones del Gobierno.