Por Santos Negrón Díaz
Por lo general, se reconoce que fue Thomas Carlyle, el gran historiador escocés del siglo XIX, quien bautizó la economía (o a la economía política como se conocía entonces) como la ciencia funesta. El adjetivo que él uso en inglés fue “dismal”, cuyos otros equivalentes es español son, entre otros, triste, aciaga, horrenda y espantosa.
Hasta hace poco se pensaba que Carlyle usó tal término como una reacción a los pronósticos pesimistas de Robert Malthus respecto al crecimiento descontrolado de la población y sus consecuencias o bien en respuesta a la teoría del estancamiento secular enunciada por David Ricardo, que eran dos líneas de pensamiento económico dominantes a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX.
No obstante investigaciones bibliográficas recientes han demostrado que en realidad Carlyle usó la famosa expresión en el contexto de un debate que tuvo con el gran economista clásico John Stuart Mill, en torno a la relación entre los dueños de plantación blancos y los trabajadores negros en las Indias Occidentales.
Aunque hoy nos parezca inaudito, Carlyle, un formidable intelectual cuyos obras completas se recogen en 30 volúmenes, traductor de Goethe e historiador de la Revolución Francesa, era partidario del regimen esclavista y creía en las leyes de servidumbre deberían tener prioridad sobre la ley de demanda y oferta, en mercados en que los trabajadores fueran libres, que promulgaban los economistas.
A estos efectos, el profesor Robert Dixon, de la Universidad de Melbourne, se dio a la ingente tarea de rastrear el término ciencia funesta en toda la vasta obra de Carlyle. Lo vino a encontrar en un artículo que éste publicó en diciembre de 1849 en una revista titulada Fraser´s Magazine. Se trata de un análisis sobre la situación laboral en las Indias Occidentales, donde los dueños de plantación blancos se estaban quejando de que después de la emancipación de los esclavos no lograban obtener suficiente mano de obra a los salarios y condiciones de trabajo vigentes. Carlyle adelantó el punto de que el trabajo es moralmente edificante y sugirió que, si los obreros negros no querían trabajar por los salarios vigentes, deberían ser obligados a hacerlo.
De acuerdo con Carlyle, aquellos que argumentan que las fuerzas de la demanda y la oferta en vez de la coerción física deben regular los mercados son los proponentes de una ciencia social que podría llamarse desolada, aterradora, funesta.
En el número subsiguiente de esa misma revista, Stuart Mill respondió a los argumentos de Carlyle, señalando que la ley del más fuerte había sido combatida por todos los grandes maestros de la humanidad. Ante todo, expresó su repudio al señalamiento de Carlyle de que, por derecho divino, unos hombres nacen para ser amos y otros para ser esclavos y le reprochó que se prestara a ofrecerle apoyo a la institución de la esclavitud en un momento en que comenzada el conflicto decisivo entre el derecho y la iniquidad.
En este proceso, la ciencia económica se ganó un mal nombre, pero una de sus figuras cimeras, el pensador que hizo la síntesis del teoría económica clásica y autor del más respetado ensayo sobre la naturaleza y alcance de la libertad, se llevó el mérito de defender la dignidad humana en un momento decisivo.
Eso fue precisamente lo que con tanta honra lograron hacer los abolicionistas puertorriqueños en el siglo XIX.
En 1865, Julio Vizcarrondo fundó en Madrid la Sociedad Abolicionista Española para abogar por la libertad de los esclavos antillanos y desarrollar una campaña para convencer la opinión pública sobre tan humanitaria causa. Al año siguiente se creó una Junta de Información, cuyos comisionados fueron Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones. El informe que éstos prepararon, además de recomendar la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, concluyó que el trabajo del hombre libre resultaba más ventajoso que el del esclavo, no muy lejos de la tesis que con tanta gallardía defendió John Stuart Mill en su célebre debate con Thomas Carlyle.
* El autor es economista