Por Juan M. Ruiz, economista jefe de Escenarios Económicos, BBVA Research
En la mitología griega, el rey Sísifo de Corinto encarna la frustración de verse condenado para la eternidad a emprender una tarea que no parece tener fin. En penitencia por tratar de engañar a los dioses, se ve condenado a empujar una pesada roca hasta la cima de una colina, sólo para verla rodar cuesta abajo en el último momento y tener que volver a empezar desde cero una y otra vez.
Los ministros de finanzas del G-20 han tenido otra oportunidad el fin de semana pasado –en el marco de las reuniones del FMI y Banco Mundial en Washington– para comparar notas e intercambiar opiniones sobre cómo enfrentar los principales problemas que enfrenta la economía mundial. El telón de fondo ha sido un informe del FMI relativamente optimista, en el que se señala que el crecimiento mundial continua su recuperación, si bien aún existen debilidades y vulnerabilidades, –tanto en las economías desarrolladas como en las emergentes– que es necesario atajar.
Una evaluación relativamente optimista de la evolución de la economía mundial y la tendencia natural hacia la complacencia hace que los gobiernos estén aún menos dispuestos a hacer concesiones y llegar a compromisos para abordar los desafíos económicos mundiales. El principal de esos desafíos es la reducción de los desequilibrios globales. En la última reunión formal de ministros de finanzas del G-20 en febrero en París, el grupo apenas logró acordar una lista de indicadores que permitan evaluar el tamaño de estos desequilibrios. Pero ante la insistencia de China, la lista excluyó dos de los más importantes: las reservas de divisas y los saldos de la balanza por cuenta corriente.
Hace menos de dos semanas, los mismos ministros de hacienda del G20 se reunieron también en Nanjing (China) para un “seminario informal de alto nivel” sobre el sistema monetario internacional. La idea de Francia, que ostenta la presidencia del G20 durante este año, es incorporar a China en la reforma del sistema monetario internacional, proponiendo que este gire menos alrededor del dólar y más alrededor de una cesta de monedas, como puede ser los Derechos Especiales de Giro (DEG) que utiliza el FMI en sus transacciones. El DEG es una cesta de monedas cuyo valor está referenciado al dólar, el euro, la libra esterlina y el yen japonés, a la que Francia propone que se una el renminbi chino. La idea de Francia es que esta discusión puede llevar a China a liberalizar (y apreciar) su tipo de cambio como parte de la reforma del sistema monetario internacional, algo que China ha resistido hasta el momento. Con todo, la posición de EEUU a este respecto es que no hay necesidad de importantes reformas institucionales en el sistema monetario internacional, pero sí de que China permita la apreciación de su tipo de cambio y volver a equilibrar su propia economía. Naturalmente, EEUU tiene poco interés en modificar el sistema monetario actual, que le otorga al dólar una ventaja fundamental sobre otras monedas. El problema es que China tiene la visión completamente opuesta a la de EEUU: es necesaria la reforma del sistema monetario internacional, pero ni está dispuesta a poner la flexibilidad del renminbi sobre la mesa de negociación. Por estas posiciones diametralmente opuestas, es difícil avanzar en los temas relacionados con el reequilibrio de los sectores exteriores en las dos primeras economías mundiales.
De esta forma llegamos al fin de semana pasado, con la reunión de los ministros de finanzas del G20 en Washington, y la necesidad de mostrar algún avance en el cierre de los desequilibrios mundiales, especialmente frente al fiasco de la reunión de febrero en París. En el comunicado de la reunión de Washington se afirma que se mirarán con cuidado las políticas de los siete países más grandes por si alguna de ellas fuese “desetabilizadora” del resto de países. Visto de esta forma, parecería que estamos frente a avances en la coordinación internacional de políticas, pero la realidad es menos alentadora. Sigue siendo cierto que no hay mención ni de tipos de cambio ni de saldos por cuenta corriente dentro de las políticas a ser revisadas. Tampoco tiene el G20 ningún tipo de mecanismo para inducir a los países a cambiar sus políticas, especialmente en un contexto en el cual el valor de la cooperación y su sentido de urgencia han disminuido significativamente. El fracaso de las rondas de consultas multilaterales sobre desequilibrios en 2005 y 2007 (en un entorno más reducido que el G20) ofrece un precedente pesimista sobre la efectividad de este tipo de procesos.
En consecuencia, el escenario continúa construyéndose para una cumbre de jefes de estado del G-20 a finales de año con pocos resultados concluyentes, al menos en lo que se refiere al reequilibrio de demandas globales. Finalmente, habrá alguna fórmula para salvar las apariencias, especialmente a través de vagas aspiraciones, pero será cada vez más difícil ocultar el hecho de que no hay acuerdo sobre la coordinación macroeconómica a nivel mundial. El G-20 continuará luchando por encontrar un papel útil para sí mismo, pero con reducidas probabilidades de éxito y probablemente la cumbre sirva especialmente para ver –desde arriba– cómo la roca va rodando una vez más cuesta abajo.