Por Roberto Orro*

Ante la necesidad de restaurar el crecimiento económico de Puerto Rico y de revertir los estragos causados por los huracanes María e Irma, han surgido recomendaciones de economistas y expertos dirigidas a estimular la demanda agregada como una alternativa a la austeridad económica y a sus concomitantes efectos adversos. Esta propuesta es también preconizada por el Premio Nobel Joseph Stiglitz, quien nos visitó el pasado año.

La experiencia de Puerto Rico las últimas dos décadas no parece avalar la eficacia de la propuesta de Stiglitz y de otros economistas.   Por el contrario, la actual crisis fiscal que vive Puerto Rico se debe en gran medida a la abusiva dependencia de la demanda agregada como vía para impulsar la actividad económica a corto plazo en detrimento del crecimiento a largo plazo.

La demanda agregada se compone básicamente del gasto de consumo personal, la inversión y el gasto de gobierno.   Su expansión es una clásica receta keynesiana, más en sintonía con una economía como la de los Estados Unidos, donde el incremento en el consumo privado y el gasto público tiende a multiplicarse en el resto de los sectores productivos en una magnitud muy superior que en una economía mucho pequeña como la de Puerto Rico.

Si algo no ha faltado en Puerto Rico en los últimos treinta años son incentivos a la demanda agregada: fondos 936, fondos ARRA, asistencia nutricional, La Reforma/Mi Salud, HUD, entre otros, y, sobre todo, miles de millones en emisiones de deuda.  Se han sucedido todo tipo de derramas monetarias que en nada han contribuido al desarrollo económico de Puerto Rico.

Basta recordar que el consumo personal, el principal componente de la demanda agregada, estuvo creciendo en Puerto Rico hasta hace tres años, a pesar de que la recesión económica ya entró en su segunda década.   La corriente permanente de fondos federales ha impedido el brusco descenso en los niveles de consumo, pero su incidencia sobre la producción real ha sido mínima, debido al elevado peso que tienen los productos importados en el consumo de los puertorriqueños.

Por otra parte, el continuo deterioro de las finanzas públicas ha estado ligado a los fallidos intentos de los gobiernos estatales por utilizar el gasto público para contrarrestar la pérdida de empleos en el sector privado y la ausencia de fuentes de actividad económica.  Ni los presupuestos deficitarios, que han ido de la mano con la creciente acumulación de deuda pública, ni miles de millones en fondos y estímulos federales han sido capaces de alejar a Puerto Rico del precipicio económico.

Las estrategias de recuperación ancladas en la demanda agregada condenan la economía local a una prisión insular, a una reanimación de la actividad económica acotada por el mercado local, con poco o ningún espacio para la expansión a los mercados internacionales.     Buscan animar el consumo temporalmente, pero desatienden las verdaderas raíces de los problemas económicos de la Isla.

Contrario a lo que suele repetirse, Puerto Rico tiene una posición envidiable en el ámbito de la demanda.  Es parte del mercado norteamericano, primera economía mundial, con más de 300 millones de consumidores y un presupuesto federal que es setenta veces el tamaño del producto bruto de Puerto Rico.  Al igual que los estados norteamericanos, Puerto Rico tiene acceso a los mercados de México y Canadá bajo el Tratado de Libre de Comercio, lo cual agrega otros 150 millones de consumidores.  Al sur tenemos imponentes economías emergentes lideradas por Brasil, la octava economía mundial con más de 200 millones de habitantes. Si no hay productos y servicios para penetrar esos mercados, si los turistas sudamericanos de alto poder adquisitivo no visitan Puerto Rico (pero sí visitan Miami que está más lejos) y no hay qué venderle a un gobierno federal que se va a gastar $4.7 trillones en el fiscal 2019, el problema no reside en la demanda sino en la oferta.

La explicación al prolongado letargo económico de la Isla hay que buscarla en la sostenida contracción de su planta productiva, en la caída de la inversión en sectores productivos, en la importación excesiva de alimentos y en la ausencia de renglones de exportación.  En los últimos cinco años han surgido algunas señales alentadoras en el turismo y en la agricultura, pero resta un largo camino por recorrer y la economía requerirá una profusa inyección de capital para retomar la senda del crecimiento sostenible.

Los impulsos por el lado de demanda sirven para animar la economía, pero no para hacerla más competitiva y fuerte.  De hecho, uno de los peligros que conlleva la próxima oleada de fondos federales asignados a Puerto Rico por los estragos de María, es, como acertadamente han señalado otros economistas, que generen un pasajero alivio, pero al mismo tiempo frenen las reformas estructurales que se necesitan.

Indudablemente, una política de excesiva austeridad podría hundir la Isla en una depresión interminable y generar un punto en el que todos perderían, los acreedores incluidos.   Sin embargo, intentar revivir la economía de Puerto Rico a base de más estímulos a la demanda agregada equivale a apelar nuevamente a una ilusión cortoplacista, que en ningún modo nos va a ayudar a salir del actual atolladero económico, sino todo lo contrario.   Es la peor opción para Puerto Rico y hay que descartarla por completo.

  • El autor es economista y consultor independiente