Por Roberto Orro*

Ante la adversa conjunción de descalabro fiscal y los graves daños infligidos por los huracanes Irma y María, es una certeza que la dependencia económica de Puerto Rico hacia los Estados Unidos se acentuará.  El gran reto será lograr que los subsidios y otros recursos que provea Estados Unidos ayuden a fortalecer la economía de Puerto Rico en vez de hacerla más vulnerable, tal como ha ocurrido en los últimos treinta años.

Durante su visita a la Isla en octubre pasado, el speaker Paul Ryan indicó que el Congreso debía asegurar que Puerto Rico empezara a levantarse por sus propios pies.  Quizás el Speaker desconoce que hace bastante tiempo que la Isla no se sostiene por sí misma, mucho antes de los recientes huracanes, y que los programas de incentivos federales han actuado en sentido contrario a lo esperado.

Es difícil encontrar en las últimas tres décadas algún programa federal que haya logrado fomentar la inversión, la diversificación y el desarrollo económico en Puerto Rico.  Por el contrario, el consumo, a expensas del ahorro y la inversión, ha sido el gran beneficiario en la ecuación de transferencias federales a Puerto Rico.   Cada año se reciben, además, miles de millones en fondos federales que inhiben el interés por el trabajo en una considerable proporción de la sociedad puertorriqueña.

La errada política federal hacia Puerto Rico ha encontrado buen coro en la Isla.  Tal parece que Puerto Rico no puede desprenderse de la nostalgia por el fin de la 936 y sobre todo de sus famosos fondos, responsables en gran medida del dutch disease que infló el sistema financiero y alimentó una nociva burbuja inmobiliaria e insostenibles niveles de consumo.

El crecimiento económico y el consumo no están reñidos antagónicamente, pero la política pública de desarrollo económico no puede ser perennemente rehén del cortoplacismo político.   La profusa inyección de fondos federales se ha aliado perversamente con las presiones eleccionarias y el resultado final ha sido la supeditación del crecimiento económico de largo plazo a la imperiosa necesidad de “mover” la economía y “hacer obra”.

Desde el aciago 20 de septiembre hemos visto innumerables esfuerzos de los líderes políticos y empresariales de Puerto Rico en la búsqueda de un inédito paquete de rescate y de recuperación económica.   Se han presentado diversos escenarios de daños con cifras tan gigantescas que a todas luces sobrestiman los impactos de los huracanes e implícitamente mezclan sus efectos con problemas económicos arrastrados por décadas.  Peor aún, el paquete de ayuda solicitado es un compendio de asignaciones deseadas para distintos renglones económicos, que de recibirse – escenario altamente improbable – no va a hacer mucho más que reanimarnos a corto plazo.  Una reedición de la estéril inyección de fondos ARRA.

La supervivencia económica es una prioridad en estos momentos, pero hay que aprovechar la coyuntura para diseñar con Estados Unidos una nueva política económica.  Una nueva política que, sin desconocer la necesidad de Puerto Rico por los subsidios y fondos federales, busque colocar estos fondos en nichos que promuevan la competitividad local de manera que la Isla pueda avanzar sostenidamente en la senda del desarrollo.

Para que la ayuda federal sea efectiva hace falta redistribuirla, recanalizarla hacia la producción y la infraestructura y al mismo tiempo reducir la inundación de fondos federales en el gobierno y los servicios orientados al consumo internos.   No es tarea fácil identificar renglones productivos que justifiquen subsidios y ayudas, pero hay nuevos e interesantes esfuerzos de empresas locales en la agricultura y en la exportación de servicios que pueden ofrecer un muy valioso marco de referencia.

En este contexto, es pertinente realizar un ejercicio de introspección y reconocer los grandes errores de las políticas locales y federales.  La destrucción de la industria azucarera de Puerto Rico provee un excelente ejemplo al respecto. El populismo y los prejuicios sociales se conjuntaron para aniquilar una industria que, con todos sus defectos, estaba anclada en la historia y la naturaleza de Puerto Rico.  Se argumentó que la industria dependía de una cuota de los Estados Unidos, para finalmente borrarla del mapa local y pavimentar el camino hacia postración permanente de la toda la agricultura.  Cinco décadas después, la economía puertorriqueña no depende de simples cuotas asignadas por Estados Unidos, sino de miles de millones de asignaciones en fondos que alimentan una ficción estadística a través de más consumo y gasto gubernamental.

La inversión debe ser otro punto clave de la nueva agenda económica.  La discusión puede ser extremadamente larga, pero no hay dudas de que se malgastó mucho dinero en proyectos de construcción de poca rentabilidad privada y social, mientras que la red eléctrica seguía deteriorándose y la capacidad de los embalses era tan baja que la mitad de la Isla sufría sequía cuando sólo llovía en la otra mitad.

Es hora de que los líderes de los sectores público y privado empiecen a utilizar sus viajes a Washington para trabajar con las autoridades federales en el diseño de una nueva estrategia económica política.  Hay que abandonar la mentalidad de los billonarios pliegos petitorios y discutir seriamente bajo la premisa realista de que la acción federal debe ir mucho más allá de la determinación del monto de las asignaciones.  A fin de cuentas, sin una acertada política económica federal para Puerto Rico, todos pierden: Puerto Rico y los Estados Unidos.

  • El autor es economista y consultor independiente